Novena a la Virgen de la Albuera
Vos sois, ¡Oh, gran señora!, admirable Nube que lloviste al mundo, con el Justo, copiosas aguas de misericordia. Y en Vuestra divina imagen sois mística Nubecilla de Elías que, subiendo del mar, regáis con dulces y abundantes aguas la tierra de nuestros campos para que produzca copiosos frutos. Regad, pues, Nube divina, la tierra seca y estéril de mi corazón para que, fertilizada con la lluvia de vuestras gracias, produzca copiosos frutos de obras buenas. Convertid las amargas aguas de la culpa que esterilizan mi alma en aguas dulces de virtud que la endulcen y fertilicen en lo bueno. No me neguéis, Señora, esta gracia, porque me conviene, ni la especial que os pido en esta Novena, si vos sabéis que es útil para mi bien. Amén.
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En libro bíblico del Éxodo dice
que cuando el pueblo de Israel peregrinaba por el desierto hacia la tierra
prometida, “el Señor caminaba delante de
los israelitas: de día, en una columna de nubes, para guiarlos por el camino; y
de noche, en una columna de fuego, para alumbrarlos; para que pudieran caminar
día y noche. No se apartaba de delante del pueblo ni la columna de nube, de
día, ni la columna de fuego, de noche" (Ex 13,21-22). La nube representa la presencia
de Dios, y la Virgen María, que lleva en su seno al Hijo de Dios, es también portadora
de la presencia divina, es “nube viviente”.
El pedestal de nuestra imagen
es una nube nimbada de ángeles; la Virgen de la Albuera sostenida y apoyada en la nube de Dios; y
también ella misma “nube” que sostiene en sus manos al niño que trae la paz de la
gracia en sus manos. La nube es algo que se ve, pero no se puede asir, no se puede
agarrar ni atar; permite ver la luz sin ser ella la luz; las Sagradas Escrituras
nos dicen que no se puede ver a Dios (Ex 33,20), pero sí podemos ver su reflejo
en sus criaturas; la Virgen Madre Inmaculada es la criatura más sublime, la que mejor nos permite ver claramente a Dios en sus gracias.
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Por María nos acercamos y
palpamos a Dios; y también por la Virgen María llega Dios a nosotros. Hay un
texto bíblico que nos ayuda a entender esta verdad desde el título “nube”
aplicado a la virgen María. Es una escena que se desarrolla en el monte del
Carmelo, símbolo mariano, lugar donde los primeros carmelitas, allá por el
siglo XII, eligieron a la Virgen María como su patrona.
La Biblia nos dice de que, tras
casi cuatro años de prolongada sequía, “el profeta Elías dijo al rey Ajab: «Sube, come y bebe, porque va a llover
mucho». Ajab subió a comer y beber,
mientras Elías subía a la cima del Carmelo para encorvarse hacia tierra, con el
rostro entre las rodillas. Había
ordenado a su criado: «Sube y mira hacia el mar»; el criado subió, miró y dijo:
«No hay nada». Elías repitió: «Vuelve»; y así siete veces. A la séptima dijo el
criado: «Aparece una nubecilla como la palma de una mano que sube del mar».
Entonces le ordenó: «Sube y dile a Ajab: “Engancha el carro y desciende, no te
vaya a detener la lluvia”». En unos instantes los cielos se oscurecieron por
las nubes y el viento, y sobrevino una gran lluvia” (1 Re 18, 41-44).
Contemplamos la escena: El rey Ajab, que podría ser cualquiera de nosotros, esperando que la oración sea escuchada; Elías,
el profeta, orando con perseverancia; por
siete veces se detiene para preguntar al criado si ve venir algo desde el mar; en
seis de esas ocasiones la respuesta fue “no hay nada”; pero en la
séptima oración el criado responde: “Aparece
una nubecilla como la palma de una mano que sube del mar». Es un signo: una
nubecilla, pequeña, como la palma de una mano, que se acerca” y “en unos
instantes los cielos se oscurecieron por las nubes y el viento, y sobrevino una
gran lluvia”.
La tradición carmelitana ha entendido siempre que esa pequeña nube, que trae agua abundante es la Virgen María, mujer pequeña, sencilla, insignificante, pero que lleva en su seno el agua viva que es Jesús. Sin la nubecilla no habría nubarrones que descarguen la lluvia; sin la Virgen María no se hubiera cumplido esta profecía de Isaías 45,8: “¡Cielos, lloved vuestra justicia, ábrete tierra, haz germinar al Salvador!”. La justicia y salvación de Dios nos vienen del cielo; la tierra que se abre a la Presencia de Dios, queda preñada de Él y da fruto. La Virgen María es la tierra fecunda que recibe de Dios la semilla de la salvación y permite que Dios Encarnado, Jesús, germine y crezca en la tierra y de frutos de vida eterna.
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María es una "nube pequeña" que acaba siendo la que trae la lluvia en periodo de sequía. Su aparente insignificancia ("nubecilla") merece ser elogiada; en ella tenemos el elogio de la sencillez; la vida se edifica desde los pequeños detalles. Si bien es verdad que las grandes solemnidades, como la Misa Solemne y la Procesión de la tarde, marcan el ritmo de la devoción mariana de san Pedro de Mérida, lo cierto es que es más sencilla y auténtica la devoción que acude con más frecuencia a la Virgen. Sin la oración diaria, sin el encuentro semanal con Cristo a los pies de Nuestra Señora, las grandes solemnidades quedan desdibujadas, borrosas, poco definidas. ¿Qué pensar de quien sólo visita a su madre en fechas muy señaladas? ¿No se esconde en ello cierta desidia o interés?
Ella canta y enseña que el Señor "derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes" (Lc 1,52), que la vida no la llenan los resplandores de fuegos de artificio ocasionales sino la luz del día día. Su imagen no pretende deslumbrar sino alumbrar; tampoco quiere anotar en su haber lo que sabe que es don de Dios: se asustó ante las palabras del ángel de la Anunciación, pero dio paso a la acción del Espíritu en ella: "!hágase en mí según tu palabra!" (Lc 1,29.38). Tanto ella como san José desparecen en los Evangelios una vez han cumplida su misión.
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Contempla hoy a María de la Albuera como Nube divina que viene a ti, que tienes sed de Dios, trayendo la lluvia que es su Hijo. Y termina haciendo tuyo su gozo cuando Isabel le dice. "Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre" (Lc 1,42). Canta con ella:
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