EVANGELIO
Juan 3,14-21
En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo:
«Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna.
Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.
El que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios. El juicio consiste en esto: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas.
Pues todo el que obra perversamente detesta la luz y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras. En cambio, el que realiza la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios.»
Palabra del Señor.
* * *
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... Curas, serpiente blanca, a quien te mire
con ojos de pasión, que el duelo humano
recogiste entero...
…Y tú, blanco Dragón de nuestra cura,
del Árbol de la muerte suspendido,
todo el veneno del dolor recoges.
Que es terrible tu amor, Dragón de fuego,
de quien las aguas de la vida manan.
(M. de Unamuno, El Cristo de Velázquez, 1ª Parte,XXXVI)
Es fascinante la fuerza y el simbolismo depurado con el que Unamuno describe el poder sanador de la fe en el Crucificado. Y al meditar estos versos inspirados por el Cristo de Velázquez, figura humano-divina suspendida en la cruz austera, pura luz en la noche, “Dragón blanco de nuestra cura”, se abre una puerta a la esperanza a quien contempla este misterio.
Mirar la Serpiente, mirar al Crucificado
“Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del Hombre, para que todo el que crea en él tenga vida eterna” (Jn 3,14-15). Este texto de san Juan hace referencia a un pasaje del Antiguo Testamento donde se cuenta que Israel, durante la travesía del desierto, vivió momentos de tiniebla por abandonar los caminos del Señor. Las consecuencias del abandono se describen como castigo divino:
“Envió entonces Dios contra el pueblo serpientes abrasadoras, que mordían al pueblo; y murió mucha gente de Israel. Convencidos de su pecado el pueblo acude a Moisés: ´Hemos pecado por haber hablado contra Dios y contra ti. Intercede ante Dios para que aparte de nosotros las serpientes´. Moisés intercedió por el pueblo. Y dijo Dios a Moisés: ´Hazte un Abrasador y ponlo sobre un mástil. Todo el que haya sido mordido y lo mire, vivirá´. Hizo Moisés una serpiente de bronce y la puso en un mástil. Y si una serpiente mordía a un hombre y éste miraba la serpiente de bronce, quedaba con vida” ( Nm 21,4-9).
El evangelio de san Juan habla de una serpiente colocada en un estandarte. La serpiente es el símbolo del dios griego Hermes, mensajero de los dioses en la cultura griega, y muy relacionado con la química y la farmacopea. Es un símbolo ambivalente; su veneno es mortal, pero por otro lado el cambio de piel la relaciona con la regeneración, con la vida que surge de la muerte. Por su parte, el libro del Génesis presenta a este animal como símbolo del demonio tentador, astuto (Gn 3,1), pero destinado por su maldad a vivir arrastrándose y mordiendo el polvo de la tierra (Gn 3,14).
La cita del evangelista Juan encuentra su principal referencia más que en la mitología griega en el texto citado del libro de los Números y el relato del Éxodo. Jesucristo crucificado, el sumo bien, es comparado al estandarte con la serpiente de bronce levantada en medio del campamento de Israel: todos los que mordidos por las serpientes (símbolo del mal y el pecado) que levantan la vista hacia ella quedan curados, como son salvos de la oscuridad quienes levantan con fe la vista al Crucificado.
Considerada como símbolo de la Cruz de Cristo el estandarte con la serpiente pendiendo de ella tiene también para los cristianos un significado ambivalente. En ella se concentran el veneno del hombre, capaz de odiar y matar al inocente, y el amor de Dios que ama perdonando, sanando, regenerando. La segunda realidad eclipsa a la primera, tanto como para poder cantar en la noche de Pascua que “¡necesario fue el pecado de Adán, que ha sido borrado por la muerte de Cristo. ¡Feliz culpa que mereció tal redentor!”
¿Feliz culpa? ¿Acaso la culpa puede hacer feliz al hombre? ¿No es esto una contradicción? No, si se admite que no es el pecado el que salva, que no son las picaduras del mal las que dan la vida; es Jesucristo quien clavado en la cruz por (a causa y en beneficio de) nuestro pecado, carga ahí todo con el dolor y los efectos mortales que la mordedura del mal traen consigo. “Porque en Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo, no tomando en cuenta las transgresiones de los hombres, sino poniendo en nosotros la palabra de la reconciliación. Somos, pues, embajadores de Cristo, como si Dios exhortara por medio de nosotros. En nombre de Cristo os suplicamos: ¡reconciliaos con Dios! A quien no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en él" (2 Cor 5,19-21).
Dios nos ha creado para que nos dediquemos a las buenas obras; esa es nuestra vocación original; pero vista la debilidad humana y su sometimiento al maligno, es finalmente en el amor gratuito de Dios-crucificado donde hallamos la vida y somos reconducidos al estado de inocencia que nunca debimos perder; la vuelta, el cambio o conversión, se da elevando los ojos y mirando a la cruz; basta con poner la fe-confianza en el crucificado, “porque estáis salvados por su gracia mediante la fe” (cf Ef 2,4-10).
De la esclavitud a la libertad,
de las tinieblas a la luz.
Desterrados, exiliados, abandonados, despreciados, arrojados a la desesperación, esclavos en la Babilonia que es el mundo del consumo, la corrupción, la violencia, el individualismo, el sinsentido, las prisas…, el mensaje evangélico invita hoy a mantener viva la fe en quien puede liberarnos de la situación de esclavitud: “Si me olvido de ti, Jerusalén, que se me paralice la mano derecha, que se me peque la lengua al paladar si no me acuerdo de ti, si no pongo a Jerusalén en la cumbre de mis alegrías” (Sal 136,5.6). Son palabras del salmo 136 que el pueblo, de vuelta a Jerusalén, recita llorando de alegría mientras contempla la ciudad. Mantener la mirada en la Ciudad Santa y desear volver a ella jugó un papel muy importante en la perseverancia y fortaleza del pueblo de Israel durante el exilio. Deseo y esperanza que se ve cumplida con la liberación y el regreso de los cautivos.
Recordar los acontecimientos pascuales ocurridos en Jerusalén en tiempos de Poncio Pilato es a su vez un buen ejercicio para la perseverancia en la fe cristiana. Por el contario, darle la espalda a la Cruz, olvidarse de Jerusalén, conduce a la desesperanza, a entrar en una espiral de oscuridad y muerte, porque es dar la razón al mal. Abrazar esa oscuridad es vivir en el pecado; “todo el que obra perversamente detesta la luz” (Jn 3,20). Y esa perversión es mayor en tanto que generosamente “la luz vino al mundo y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz" (Jn 3,19). Pero quien prefiere la luz y se mantiene fiel a la promesa del regreso a casa con la mirada puesta en Jesucristo, "los ojos en Él" como dice santa Teresa, consigue vencer el miedo y atravesar finalmente las tinieblas accediendo al Reino de la luz.

Tiempo de ver (mirar) a Dios
Se acerca la Semana Santa, y en ella la Pascua, palabra que significa “paso”: de la muerte a la vida, del pecado a la gracia, de las tinieblas a la luz, de la esclavitud a la libertad de los hijos de Dios. La cuaresma urge a dejar de ser oscuro, a abandonar el bando de las tinieblas, a abrir los ojos y entrar en la órbita de la luz. Es tiempo de ver a Dios.
¿Cómo llegar a la visión de Dios? “Ven a Dios los que son capaces de mirarlo, porque tienen abiertos los ojos del espíritu. Porque todo el mundo tiene ojos, pero algunos los tienen oscurecidos y no ven la luz del sol. … De la misma manera, tienes tú los ojos de tu alma oscurecidos a causa de tus pecados y malas acciones. El alma del hombre tiene que ser pura, como un espejo brillante. Cuando en el espejo se produce el orín, no se puede ver el rostro de una persona; de la misma manera, cuando el pecado está en el hombre, el hombre ya no puede contemplar a Dios. Pero puedes sanar si quieres. Ponte en manos del médico y él punzará los ojos de tu alma y de tu corazón. ¿Qué medico es este? Dios, que sana y vivifica mediante su Palabra y su sabiduría” (San Teófilo de Antioquía, Oficio de lectura; miércoles III de cuaresma).
Al inicio de esta reflexión he comentado la luz del Cristo de Velázquez y su contraste con la oscuridad que sirve de fondo al cuadro. La Pascua que esperamos es la emergencia de la luz, la aurora de la resurrección.
Muchas personas viven en la oscuridad; no encuentran motivos para vivir; tal vez tú mismo estés en ese grupo. La causa de tus tinieblas pueden estar en una mala digestión de los males históricos que te ha tocado vivir, o en alguna enfermedad particular, o en problemas familiares difíciles que parecen no tener otra salida que la desesperación; otras veces el motivo es más íntimo, tal vez no acabas de dar con la brújula interior que te señale el norte a seguir, o puede que te hayas cansado de luchar y lleves demasiado tiempo una incómoda y gris existencia (¿no sería mejor decir no-existencia?).
Pues bien, en el núcleo de las oscuridades la liturgia de hoy invita a levantar la vista y mirar al que ha sido elevado; a contemplar como en Cristo Crucificado brilla la luz del inmenso amor de Dios. Hay una lectura pesimista de la cruz que la vacía del amor de Dios y toma de ella sólo el odio del hombre que crucifica y el masoquismo del Padre que quiere la muerte del Hijo. Quien la mira así tiene una visión perversa y demoníaca de la realidad. La lectura creyente ve en la cruz el trasfondo oscuro del pecado de la humanidad que crucifica y el primer plano luminoso de la misericordia de Dios. El mal queda superado por el sumo bien del Amor.
Es un buen ejercicio cuaresmal colocarte ante una imagen o cuadro del crucificado, -o basta con la imaginación, como propone san Ignacio en sus ejercicios espirituales-. Puedes situarte ante la belleza del Cristo de Velázquez, que muestra maravillosamente ese contraste entre la luz de amor consumado que irradia Jesús y las tinieblas que adornan el fondo del lienzo. ¿Tus tinieblas?. Entre Cristo y ellas está el madero de la cruz, para los hombres instrumento de odio y de pecado y para Dios instrumento de activo amor paciente; basta que mires esa imagen sin prejuicios, saboreando por la fe el beso de Dios que es el amor del crucificado. "Por ti murió y resucitó" (cf 1 Cor 15,3-4). La contemplación del amor de Dios en la cruz despertará tus sentidos y brotará un renuevo de fe del tronco seco de tu ser. Estás cerca de la Pascua.
También en la Eucaristía tienes la elevación de las especies eucarísticas: en la consagración, y en la invitación a la comunión: "Este es el cordero que quita el pecado del mundo". Es un momento para que contemples, para que vivas el instante haciendo un acto de fe, esperanza y amor, un momento de gracia, un kairós, en el que la luz del amor de Dios ahuyenta tus sombras.
Contempla y vive.
Marzo 2024
Casto Acedo.
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