viernes, 30 de junio de 2023

Fraternidad universal (Domingo 2 de Julio)



EVANGELIO
Mt 10,37-42

Dijo Jesús a sus apóstoles:

«El que quiere a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí no es digno de mí; y el que no coge su cruz y me sigue no es digno de mí. El que encuentre su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí la encontrará. El que os recibe a vosotros me recibe a mí, y el que me recibe recibe al que me ha enviado; el que recibe a un profeta porque es profeta tendrá paga de profeta; y el que recibe a un justo porque es justo tendrá paga de justo.

El que dé a beber, aunque no sea más que un vaso de agua fresca, a uno de estos pobrecillos, sólo porque es mi discípulo, no perderá su paga, os lo aseguro.»

¡Palabra del Señor!

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Un amigo de mi  juventud  ponía en duda la idea de que pudiera haber un socialismo puro donde todos sean reconocidos y tratados por igual. Y lo argumentaba recurriendo al hecho de que un padre, por ley natural, siempre tratará de favorecer a su hijo rompiendo los principios de igualdad y justicia. 

En cierto modo podría tener razón, porque es cierto que la familia, así como la confesión religiosa o la ideología son parte tan íntima de nuestro ser  que siempre tendremos el peligro de concederles sobre nuestros principios de conciencia  un poder que nunca deberíamos darle.

Tal vez sobre algo de esto nos quiere advertir el Señor en el evangelio de hoy. Partiendo de que en Dios encontramos la igualdad y la justicia, Jesús advierte de que esas virtudes tan nobles pueden ser degradadas por intereses que parecen justificados. “El que quiere a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí no es digno de mí”. ¿No es bueno querer a los padres y a los hijos más que a nadie? Sí y no. Es verdad que hay un mandamiento, el cuarto, que nos exige atender a la familia; pero no al precio de ser injustos con el resto de la humanidad.

O sea, que en lo referente al respeto e igualdad de las personas no valen categorías. Todos somos hijos de Dios, todos tenemos su misma sangre, luego todos somos iguales y merecemos el mejor trato.

Pero en la práctica no suele ser así. Si observas tu relación con tus padres, tus hijos o tus hermanos, verás que no sólo hay un egoísmo personal según el cual yo mismo me pongo por encima de otros, también existe un egoísmo familiar que cierra determinadas puertas a quienes no forman parte de ella. Y ampliando el campo, también hay un egoísmo político, social, religioso, etc. según el cual no nos vemos unos a otros con los ojos de Dios Padre de todos sino con las gafas de nuestro ego.

El evangelio de san Mateo, del que forma parte el texto de hoy llama a un compromiso serio por el desapego de costumbres y tradiciones familiares y sociales que nos alejan del respeto y consideración que merecen todas y cada una de las personas del mundo; esas costumbres, no nos dejan ser nosotros mismos y hacen mucho daño; por ejemplo el rechazo al inmigrante amparados en que primero estamos nosotros, como si las fronteras fueran cosa de Dios; la defensa del nacionalismo amparados en que lo que tenemos y hemos conseguido como pueblo es nuestro y solo nuestro; o el ninguneo o minusvaloración de quienes no comparten mis creencias y prácticas religiosas o políticas, etc. Todo eso hace que terminemos marginando y persiguiendo a quienes no se amoldan a nuestros criterios o intereses.


Aferrados al automatismo de costumbres familiares o de clase creemos hallar en ellos la verdad de la vida. Pero lo cierto es que al dejarnos llevar por esos criterios nuestro amor no es universal sino parcial y así no hay modo de ser felices. Creemos ganar la vida encerrándonos en la isla del pequeño grupo y lo que hacemos es perderla. “El que encuentre su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí la encontrará”. La felicidad está más allá de nuestros guetos; está bien que cuidemos aquello que afectivamente nos seduce, pero es una monstruosidad que lo hagamos a cambio de ser injustos y desleales con los que no son parte de nuestro ámbito más cercano;  está bien cuidar la familia, la región, la nación, el continente, pero ¿justifica eso la marginación de los que no consideramos como parte de estas realidades?

En conclusión: Sólo es digno de Jesús quien vive abierto a un amor sin límites ni restricciones. ¿Vas a negar un vaso de agua a alguien porque su pertenencia social o su visión de la vida no sea de tu agrado? Lo que Jesús defiende en el evangelio de hoy para sus seguidores, y que expone para defensa de la dignidad de sus discípulos, procuremos hacerlo extensivo a todo ser humano. Porque Dios es Padre de todos, y solo es digno de llamarle Padre quien de veras ha entendido la fraternidad universal. Quien vive según esta verdad habrá ganado la vida, recibirá la paga de la felicidad. 

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Por cierto, ese amigo, desgraciadamente ya fallecido, y que me comentaba que no se podía ser justo e igualitario con todos porque los intereses familiares tiran mucho, llegó a ser alcalde socialista de mi pueblo natal. 

Para él mi recuerdo y mi oración deseando que junto al Padre eterno haya comprendido que los obstáculos que la propia familia puede poner a una vida justa y libre pueden superarse con la ayuda de la gracia de Dios. Basta afrontar con fe la cruz que trae consigo silenciar nuestros singulares afectos familiares. 

Quien deja a un lado "casa, hermanos o hermanas, padre o madre, hijos o tierras" para servir al amor universal de Jesús "recibirá cien veces más y heredará la vida eterna" (Mt 19,29); quien se confía a Jesús y su mensaje recibe la paga de una vida justa, digna y feliz.

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Un comentario más amplio al evangelio de hoy en:

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¡Feliz domingo!

Julio 2023
Casto Acedo. 


jueves, 29 de junio de 2023

San Pedro y san Pablo (29 de Junio)


EVANGELIO
Mt 16,13-19 

En aquel tiempo, al llegar a la región de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos: «¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?» 

Ellos contestaron: «Unos que Juan Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas.»
Él les preguntó: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» 

Simón Pedro tomó la palabra y dijo: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo.» 

Jesús le respondió: «¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás! porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo. Ahora te digo yo: tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo.» 

Palabra del Señor. 


Celebramos en una sola fiesta a dos grandes de la Iglesia, incluso podríamos decir que “los dos más grandes” si no fuera porque hace solo unos días hacíamos fiesta con san Juan Bautista, del cual dijo Jesús que “no ha nacido de mujer uno más grande” (Mt 11,11). Sea como fuere, celebrar a Pedro y a Pablo es celebrar a dos santos que, debilidades aparte, dieron testimonio de fidelidad al Evangelio sufriendo por su causa persecuciones, cárcel y la misma muerte.
Pedro, Pablo, ... y el Espíritu Santo

De san Pedro sabemos bastante por los santos Evangelios; ahí se nos cuenta su vocación, sus dudas, su traición y su constante conversión a Jesús. Luego el libro de los Hechos, en su primera mitad, nos narra los principios de su ministerio como cabeza visible de la Iglesia. A partir del capítulo 13 este libro que cuenta los inicios de la Iglesia, cede el protagonismo a Pablo, el apóstol misionero por excelencia, que sin dejar de aceptar la primacía de Pedro, y siempre fiel a su primado, a pesar de los disensos (cf Hch 15), extendió la fe de la Iglesia Cristiana por todo el Mediterráneo.

Pero, no nos engañemos, el verdadero protagonista de la expansión misionera no fue Pedro, tampoco Pablo, sino el Espíritu Santo; la comunión eclesial y su empuje misionero sólo se pueden explicar desde Dios: “Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que va a venir sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría y hasta el confín de la tierra” (Hch, 1-8). La clave de la evangelización no está en el enviado (apóstol) sino en quien lo envía.  

A Pedro se le profetizó su entrega generosa a la tarea del evangelio y la que sería su muerte testimonial: “Cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas adonde querías; pero, cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras. Esto dijo aludiendo a la muerte con que iba a dar gloria a Dios” (Jn 21,18-19). Pablo no dudó en decir que “llevamos este tesoro –el Evangelio que predicamos- en vasijas de barro, para que se vea que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no proviene de nosotros” (2 Cor 4,7). 

Con claridad vio San Lucas que Pedro y Pablo sólo fueron instrumentos en manos del Espíritu, por eso se percibe en el libro de los Hechos que el verdadero protagonista de la expansión misionera era el Espíritu que los iba llevando (cf Hch 10,19;11,12; 16,7;21,4); de hecho, ni siquiera se narran los martirios de Pedro y Pablo; el protagonismo del Espíritu en la vida de estos santos y en la de la misma Iglesia del comienzo parece decirnos que la Iglesia sigue siendo una tarea inconclusa y ha de vivir siempre entregada a la tarea de construir su unidad y completar su misión dejándose llevar por el soplo de Dios.



En el Evangelio que nos ofrece la liturgia en este día Pedro es proclamado por el Señor “mayordomo” de su Iglesia, poseedor de las llaves; el que tendrá el deber de administrar, de mantener la fe y la unidad en la casa de los cristianos. Pablo, por su parte, es elegido con miras a anunciar el Evangelio: “Pues no me envió Cristo a bautizar, sino a anunciar el Evangelio” (1 Cor. 1,17; cf 9,16.23; Rm 1,9.14; 15,19; etc.). Unidad interna y testimonio externo de cara a la expansión del Reino de Dios y su Iglesia. Detengámonos en estos dos puntos:

1. Una Iglesia unida en la misma  fe (Pedro).

Cuando escuchamos eso de “sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”(Mt 16,18) solemos referir esas palabras a Pedro; y no andamos desencaminados; pero no olvidemos que poco antes Pedro ha hecho una afirmación de fe trascendental para todos: “Tú (Jesús de Nazaret) eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo (Cristo, Dios Vivo)” (Mt 16,15). La piedra que hace posible la unidad en la Iglesia es la fe en Jesucristo, Hijo de Dios; fe que no es fruto de especulaciones ni de experiencias místicas subjetivas, sino regalo de la revelación de Dios: “Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás, porque eso (el credo con que confiesas que yo soy Hijo de Dios) no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo” (Mt 16,17). 

Así, pues, la persona de Pedro como cabeza de la Iglesia nos remite a la fe en Jesucristo como Dios. Y ahí debe ir nuestra primera reflexión: Mirar a Pedro es someter a crítica mi fe, preguntarme si es una fe soberbia que se quiere afirmar al margen o en contra de la comunidad, o si busca revisarse a la luz de la Iglesia presidida por Pedro. 

La fe, por otra parte, no es un asentimiento intelectual a verdades incomprensibles, sino una apuesta del corazón por aquel que te ha amado desde la eternidad. Mi vida cristiana tiene una roca: la fe en Cristo Jesús, cimiento donde se asienta la vida espiritual (cf 1 Cor 10,4). Cristo es la roca a la que Pedro me remite. 

No puedo creer a Pedro separado de Jesús; y teniendo en cuenta que el mérito de ser el primer Papa no se debe a sus cualidades físicas, intelectuales o espirituales (de las cuales parece ser que Pedro no hace gala en lo que de él sabemos por los evangelios), el valor de Pedro está en la elección de Dios, pura y simplemente en eso. Lo que da valor a la figura de Pedro no son sus obras sino la fe que se le encomienda conservar y cuidar como mayordomo. La unidad de la Iglesia se sostiene sobre esa fe; a Pedro se le da el poder de atar y desatar (cf Mt 16,19), es decir, de considerar si la fe y las correspondientes obras de quien se dice seguidor de Cristo, son las genuinas o no.


Quien cree que Jesús es el Mesías acepta también que Pedro ha sido el elegido para mantener viva la unidad del grupo de los Doce. Y Pedro no defrauda; más allá de sus debilidades fue y sigue siendo signo de unidad y motor de la evangelización. ¿Se hubiera mantenido unida la Iglesia sin una cabeza visible que aglutinara a todos como antes hizo Jesús? ¿Habría llegado a nosotros la Palabra de Dios si no hubiera sido por la Iglesia presidida por Pedro? 

Es verdad que la Iglesia es débil y está constantemente necesitada de reforma, lo que dice san Pablo del evangelizador podemos decirlo de la Iglesia toda: “llevamos este tesoro en vasijas de barro, para que se vea que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no proviene de nosotros” (2 Cor 4,7). Son las cosas de Dios, que de la debilidad real de una Iglesia pecadora saca fuerzas para hacerse presente; lo que se dice de los mártires lo podemos decir de la Iglesia toda: “has sacado fuerza de lo débil, haciendo de la fragilidad tu propio testimonio” (Prefacio de los mártires).

Cale, pues, en nuestro corazón la figura de Pedro como símbolo de la unidad de la Iglesia en la misma fe. El mismo Pablo, más culto y preparado que Pedro, no dejó de acudir a Él y de someterse a sus orientaciones. Pablo tuvo claro que el ministerio de Pedro trascendía la persona misma del pescador y le acercaba a la verdad de Dios, oculta a los sabios de este mundo y manifestada a los pobres y sencillos (cf Mt 11,25). En el colegio apostólico, presidido por Pedro, veía Pablo la garantía de la fe y la de la unidad de la Iglesia: “Un Señor, una fe, un bautismo” (Ef 4,5). 

2. Una Iglesia misionera (Pablo)

Pablo ha pasado a la historia como el gran misionero, aquel que logró sacar al cristianismo de los estrechos lazos del judaísmo. Y no hay duda de que su aparición en escena, llevado por san Bernabé a presencia de Pedro, fue providencial. Proveniente del judaísmo fariseo más recalcitrante, tras su conversión Pablo se volvió un defensor acérrimo de la nueva doctrina. Si a Pedro le hemos mirado como garante de la fe, a Pablo lo miramos como misionero de esa fe.


A Pablo le tocó inculturar el Evangelio en un ambiente ajeno al mundo judío en el que se había gestado; pero supo hacerlo bien, y acercó la Palabra echando mano a los recursos que la misma cultura griega le ofrecía. ¡Cuánto tendríamos que aprender de él! En estos tiempos en los que Europa parece culminar el proceso secularizador iniciado con la Ilustración ¿no es hora de aprovechar todo lo que modernidad y posmodernidad tienen de evangélico para acercar el mensaje del Reino a los hombres de hoy?

 Tal vez la clave de la evangelización sea, como siempre ha sido, poner a Cristo y su Evangelio en el centro; todo lo demás queda supeditado a ello (cf Mt 6,33); obrando desde este presupuesto Pablo relativizó las estructuras judías (no sin las consecuentes disputas con Pedro y los judaizantes) y abrió las puertas de Cristo a los paganos. Con Pablo la Iglesia se hace universal (católica), como Cristo fue universal.

Convendría en nuestro tiempo seguir los pasos del apóstol de los gentiles, dejar a un lado la espiritualidad legalista y hermética que los siglos han ido incrustando en la barca de la Iglesia, y lanzarse a predicar un cristianismo de rostro nuevo, el mismo rostro de Cristo que predicó san Pablo: “Los judíos exigen signos, los griegos buscan sabiduría; pero nosotros predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; pero para los llamados —judíos o griegos—, un Cristo que es fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Pues lo necio de Dios es más sabio que los hombres; y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres” (1 Cor 1,22-25). 

Conviene a la causa del Reino dejar a un lado la idea de una Iglesia poderosa y triunfalista -hay quien confunde evangelizar el mundo con dominarlo-, y volver con san Pablo a la Iglesia de los pobres: “fijaos en vuestra asamblea, hermanos: no hay en ella muchos sabios en lo humano, ni muchos poderosos, ni muchos aristócratas; sino que, lo necio del mundo lo ha escogido Dios para humillar a los sabios, y lo débil del mundo lo ha escogido Dios para humillar lo poderoso. Aún más, ha escogido la gente baja del mundo, lo despreciable, lo que no cuenta, para anular a lo que cuenta, de modo que nadie pueda gloriarse en presencia del Señor” (1 Cor 1,26-29). Poner a Cristo en el centro de todo; “abrid de par en par las puertas a Cristo”, decía el Papa Juan Pablo II. La centralidad de Cristo y su Cruz en la predicación de Pablo debería ser para todos nosotros un referente esencial para evangelizar nuestro tiempo.

Se trata de pasar de una Iglesia acomodada a una Iglesia en diáspora, siempre en camino, resuelta a hacer presente la soberanía de Dios y del hombre sobre cualquier cosa que le oprima. Iglesia de tránsito, de debilidad, de libertad ante los ídolos de este mundo: "Para la libertad nos ha liberado Cristo" (Gal 5,1).


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Celebremos a san Pedro y a san Pablo congratulándonos de la unidad y la pujanza misionera de la Iglesia promovidas por ellos. Pero no perdamos tampoco la oportunidad para tomar conciencia de las adversidades a las que la Iglesia se enfrenta estos días.  Las divisiones internas existen en mayor o menor grado en la iglesia; hay que solucionar eso; y desde la unidad debemos trabajar para seguir extendiendo el Evangelio de Dios por el mundo. Todavía queda mucho por hacer. 

¡Que Pedro y Pablo, la unidad interna de la Iglesia y su proyección exterior, sean para nosotros motivo de alegría y compromiso misioneros! Es un deseo y una oración para este día de los santos apóstoles Pedro y Pablo. 

Y felicitaciones especiales a mi Parroquia de san Pedro de Mérida en la fiesta de su patrón 

Junio 2023
Casto Acedo.

viernes, 23 de junio de 2023

Arrasar y reedificar (San Juan Bautista, 24 de Junio)


Magnífico este cuadro de Leonardo da Vinci: Juan Bautista, joven, señalando hacia arriba de donde ha de venir el Salvador. Su cara de satisfacción y alegría contrasta con otras imágenes que le representan con gesto adusto o amenazador, como si la penitencia y la conversión a Dios fuera más un castigo que  un regalo divino. 
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LECTURA DEL LIBRO DE JEREMIAS 1,4-10
(Primera lectura de la misa de vísperas de la Solemnidad de la Natividad de san Juan Bautista)

EL Señor me dirigió la palabra: «Antes de formarte en el vientre, te elegí; antes de que salieras del seno materno, te consagré: te constituí profeta de las naciones».

Yo repuse: «¡Ay, Señor, Dios mío! Mira que no sé hablar, que sólo soy un niño».

El Señor me contestó:«No digas que eres un niño, pues irás adonde yo te envíe y dirás lo que yo te ordene. No les tengas miedo, que yo estoy contigo para librarte —oráculo del Señor—».

El Señor extendió la mano, tocó mi boca y me dijo:«Voy a poner mis palabras en tu boca. Desde hoy te doy poder sobre pueblos y reinos para arrancar y arrasar, para destruir y demoler, para reedificar y plantar».

Palabra de Dios.

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El 24 de Junio, seis meses antes del nacimiento de Jesús (24 de diciembre) celebramos la Solemnidad del nacimiento de san Juan Bautista, un santo que juega un papel fundamental en la preparación evangélica. Juan anunció que se acercaba Cristo (el Mesías) y preparó su llegada. Por eso se le llama “precursor”, que significa “persona que precede a otra anunciándola”.

Acudían a escuchar su predicación muchos insatisfechos, es decir, personas que no acababan de hallar la felicidad en los ritos y leyes judías y buscaban sinceramente a Dios. Juan Bautista ofrecía un camino esos buscadores.

Ese grupo de personas que acuden a Juan me recuerda a las personas que hoy acuden a los gurús de la posmodernidad, a libros de autoayuda, a escuelas de relajación y meditación buscando respuesta a la misma pregunta: ¿Qué tenemos que hacer para hallar paz y felicidad? ¿Cómo debemos vivir para no sentirnos frustrado? ¿Qué tenemos que hacer para que nuestras familias sean un verdadero hogar? ¿Cómo educar bien a nuestros hijos? ¿Qué hacer para que nuestra Iglesia despierte? ¿Qué tenemos que hacer...?

El bautista responde en dos tiempos, consciente de que lo primero es quitar la venda de los ojos, lo que impide ver, y luego conducirse en la buena dirección.

Lo de quitar la venda es el primer paso. ¿Qué te está impidiendo ver? ¿Qué basuras enfangan tu mirada? ¿qué “gafas oscuras” llevas que no logras ver sino tinieblas? ¿Son las gafas de la economía?: «El que tenga dos túnicas, que comparta con el que no tiene; y el que tenga comida, haga lo mismo». ¿Son las del “sálvese quien pueda” de la pasividad social y la corrupción?: «No exijáis más de lo establecido». ¿O tu mirada está cegada por violencias, mentiras y ambiciones: «No hagáis extorsión ni os aprovechéis de nadie con falsas denuncias, sino contentaos con la paga». (Lc 3,10-14). Antes de ver la luz hay que limpiar los ojos.

Juan Bautista cumple la profecía de Jeremías: “Voy a poner mis palabras en tu boca. Desde hoy te doy poder sobre pueblos y reinos para arrancar y arrasar, para destruir y demoler, para reedificar y plantar” (Jr 4, 9-10). Para disfrutar de la felicidad has de comenzar por desprenderte de todas esas cosas en las que hasta ahora has puesto tus esperanzas; debes desnudarte, matar el ego que ha mandado en ti hasta el momento. Las cosas exteriores que idolatras no te pueden satisfacer plenamente.  Primero, por tanto,  “arrancar y arrasar, destruir y demoler” las causas de tu desdicha. No se puede nadar y guardar la ropa, no hay libertad si no sueltas las cadenas que te atan al exterior.

Y luego de vaciarte de todo lo que hasta ahora no te ha servido más que para entretener la vida, luego de quedar tu alma como un solar limpio de escombros y malas hierbas Juan Bautista te llama a “reedificar y plantar”. En resumen, lo primero es quitar lo viejo, y lo segundo poner lo nuevo; ese es el bautismo que predica y practica Juan: “un bautismo de conversión”, de cambio de mentalidad; “para convertir los corazones de los padres hacia los hijos, y a los desobedientes a la sensatez de los justos, para preparar al Señor un pueblo bien dispuesto” (Mc 1,17).

Liberado de lo que te ata eres libre para seguir a Cristo, el único que puede satisfacer tu hambre y sed de justicia, el que sacia tu necesidad de amar. Juan era experto en prácticas ascéticas, “iba vestido de piel de camello, con una correa de cuero a la cintura y se alimentaba de saltamontes y miel silvestre” (Mc 1,6), pero sabe que no basta con esas penitencias. Tanta perfección puede conducir a la soberbia, por eso dirige luego su mirada a Jesús: «Detrás de mí viene el que es más fuerte que yo y no merezco agacharme para desatarle la correa de sus sandalias. Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo» (Mc. 1,6-8)


Quédate con dos lecciones del Bautista, que puedes leer a nivel personal y a nivel eclesial: desprenderte de estorbos y adherirte a Jesús.

A nivel personal.

1ª lección: Su “desapego”, su libertad para vivir sin dependencias materiales, afectivas o espirituales. Eso le dio una transparencia y honestidad que le facilitó el poder vivir sin miedo a proclamar la verdad. Libertad de palabra y libertad de acción, libertad profética. ¿No merece la pena vivir como él?

2ª lección: Su humildad, eje y clave para ser feliz. Detrás de cada una de mis insatisfacciones está del deseo de que todo ocurra como yo quiero, que todos bailen al son de mi música. Juan Bautista dice: mira a Jesús, pon tus ojos en Dios; deja que las cosas sean como son, acepta su voluntad; reconoce que sólo Él puede llenar tu vida, porque es la única agua capaz de satisfacer tu alma. Jesús te bautiza con “Espíritu Santo”. Yo, dice san Juan, sólo soy un servidor de Dios; a Él es a quien debéis dirigiros.

A nivel eclesial:

1ª lección: Purificar la Iglesia. En tiempos de crisis de vocaciones a la vida sacerdotal y religiosa, de desorientación comunitaria y sacramental, de confusión sobre qué camino seguir, san Juan nos dice que debemos “destruir y demoler” todo aquello que sólo es apariencia de Iglesia: automatismos, costumbres, prácticas ceremoniales que están ocultando la riqueza de los ritos sacramentales, distracciones (diversiones) que no llenan e impiden la verdadera alegría. Una Iglesia con mucha ceremonia y poca relación personal y comunitaria con Cristo es una farsa. “Este pueblo me honra con los labios -dice Jesús- pero su corazón está lejos de mi” (Mc 7,6).

2ª lección:  Comunidades vueltas a Cristo. No basta “arrancar y arrasar”, quitar cosas sin poner nada. También el dedo del Bautista indica que hemos de girarnos hacia Jesús con humildad. Y en la Iglesia falta mucho de esa humildad radical necesaria para construir una comunidad viva, cristalina, que haga decir a quien la mira “mirad como se aman”, mirad como son atendidos los enfermos, los niños, los ancianos, ... ¿cómo es posible? Y responderíamos con el salmo: es el Señor quien lo hace, es un milagro patente (Sal 117,23). La humildad y el martirio de Juan apuntan a la humildad de la Cruz, referencia de la Iglesia de Cristo.

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Celebra a san Juan con este doble mensaje: soltar el veneno que mata el alma y respirar el aire limpio del evangelio de Jesús. Acércate a Jesús, mírate en Él y vive desde Él; y acércate a tu Iglesia, haz Iglesia, vive el amor fraterno y la misericordia. Pero si lo ves difícil comienza por revisar qué está impidiendo que vivas eso que crees, esperas y amas. Tal vez debes comenzar por arrasar, arrancar de tu vida algunas cosas antes de poder reedificar. 

Junio 2023
Casto Acedo

miércoles, 21 de junio de 2023

No tengáis miedo (Domingo 25 de Junio)


EVANGELIO
 Mt 10,26-33

Dijo Jesús a sus apóstoles: «No tengáis miedo a los hombres, porque nada hay cubierto que no llegue a descubrirse; nada hay escondido que no llegue a saberse. Lo que os digo de noche decidlo en pleno día, y lo que escuchéis al oído pregonadlo desde la azotea. No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. No, temed al que puede destruir con el fuego alma y cuerpo. ¿No se venden un par de gorriones por unos cuartos? Y, sin embargo, ni uno solo cae al suelo sin que lo disponga vuestro Padre. Pues vosotros hasta los cabellos de la cabeza tenéis contados. Por eso, no tengáis miedo; no hay comparación entre vosotros y los gorriones. Si uno se pone de mi parte ante los hombres, yo también me pondré de su parte ante mi Padre del cielo. Y si uno me niega ante los hombres, yo también lo negaré ante mi Padre del cielo.»

¡Palabra del Señor!


Abro la entrada de este domingo con esta pintura de Masaccio, Martirio de san Juan. El evangelio de este domingo es una invitación al "martirio", al testimonio. El Bautista vivió sin miedo a proclamar la verdad; la denuncia profética le llevó a la muerte. No tuvo miedo a los que pueden matar el cuerpo. No negó a Dios, se puso de su parte; y Cristo estuvo con él dándole la gloria del cielo. La víspera de este domingo es la Solemnidad de san Juan Bautista; en él puedes ver plásticamente el evangelio que comentamos. 

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El Evangelio de hoy  invita a evitar prejuicios y perder el miedo a la espiritualidad poniéndola como clave duradera y necesaria para el concierto de la existencia; "¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?" (Mc 8,36). Esta enseñanza evangélica choca de frente tanto con el sistema liberal-capitalista como con el materialista-comunista. Porque ambos sistemas ponen el interés material (unos de manera más individualista y otros de modo más colectivista) como lo único verdadero.

Los primeros cristianos debieron sorprender a sus coetáneos por su mentalidad antisistema, no tanto por considerar la vida terrena como tránsito para una vida eterna, algo que sostenían también otras filosofías y religiones, sino porque relativizaban las cosas del mundo material dando mayor protagonismo a lo espiritual. ¿Qué sentido tiene vivir en la abundancia de bienes materiales si para ello has de someter tu espíritu a los caprichos del ego o del poder establecido? 

Se atribuye a P. Teilhard de Chardin una sentencia que dice que "no somos seres humanos viviendo una experiencia espiritual, sino seres espirituales viviendo una experiencia humana", que es una manera afirmar que nuestra identidad es más espiritual que material. La experiencia espiritual es irrenunciable si se quiere vivir una vida verdaderamente humana; somos mucho más que células; el bienestar físico no satisface todas nuestras aspiraciones; incluso me atrevería a decir que la felicidad es más asunto del alma que del cuerpo. 

"No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma” (Mt 10,28). Esta frase es toda una invitación a establecer una concreta escala de valores en la que valores como la libertad y dignidad humanas se anteponen a la misma vida física. 

Ante quienes viven sometidos por el miedo a no-ser, a desaparecer, a morir, Jesús dice que la vida ha triunfado ya sobre la muerte.  "Animo, soy yo, no tengáis miedo" (Mc 6,50) dice Jesús haciéndose presente a los suyos cuando el miedo les tenía paralizados en la embarcación zarandeada por el oleaje. También se dice "no temáis" (Mt 28,4.9) cuando se da a conocer la noticia de la resurrección..  La irrupción del Resucitado sirve de revulsivo ante  el miedo. Es como si sus seguidores se dijeran: ¿miedo a qué si Cristo ha resucitado?

"No hay miedo en el amor, el amor perfecto expulsa el miedo" (1 Jn 4,18). Cuando todos pensamos que lo contrario al amor es el odio, resulta que lo es el miedo. Suelo quejarme en mi fuero interno de que el mundo, o yo mismo, no amamos lo suficiente. Pero lo que realmente ocurre es que tengo o tenemos miedo a amar; me da miedo dejar la vida de comodidad que llevo (¡sería la muerte de lo que soy, porque mi vida se asienta en esa comodidad!); me da miedo cambiar mis opciones políticas, porque, aunque creo que no son las mejores para todos, el cambio puede tener consecuencias menos buenas para mi; tengo miedo a vivir como creo que debo poniendo en práctica mis propias convicciones, porque sospecho que, además de la ruina de mi imagen personal y de mi economía, se puedan volver contra mi el cuchicheo de la gente, y las críticas mordaces de quienes esperan mí traspiés ansiosos por empujarme al abismo.

“No tengáis miedo, … No tengáis miedo, … No tengáis miedo” (Mt 10, 26.28.31). Por tres veces se repite la llamada en el texto evangélico de hoy. Apartar el miedo del corazón se convierte en la primera tarea de quien aspira a ser espiritual. Es la primera tarea, ya que por regla general las ataduras más fuertes que nos impiden volar suelen ser apegos materiales. Estamos demasiado atados al cuerpo, al vestido, a la vivienda, el salario, al seguro del coche, de la casa y de la vida; vivimos las realidades exteriores como si fuéramos eternos. Nos da miedo "soltar", liberarnos de los pesos que nos impiden volar.

Y por otro lado, el temor nos lleva a no invertir tiempo, energía y espacio e las cosas del espíritu, que es la sede de lo inmortal. “No tengáis miedo … a los que no pueden matar el alma” (Mt 10,28). Es una invitación de Jesús a perder el miedo a edificar la vida sobre las realidades espirituales, es decir, a amar la interioridad como la parte más valiosa, por imperecedera, del propio ser.

De modo especial el Evangelio de hoy invita a perder el miedo a la verdad; ya sabes que tarde o temprano aparece, porque “nada hay encubierto que no llegue a saberse” (Mt 10,26). Por tanto,  vive con transparencia: ¡qué tranquila es la vida cuando no se tiene nada que ocultar, cuando no hay nada de qué avergonzarse!. No vayas contando tu vida a cualquiera, pero tampoco ocultes lo que eres; no tengas miedo siquiera a que tus deficiencias sean conocidas; cuando las aceptas creces en humildad, y ganas el respeto de los hermanos.

Y lo que sientes sobre Jesús, lo que te dice, no lo escondas. “Lo que os digo en la oscuridad, decidlo a la luz, y lo que os digo al oído, pregonadlo desde la azotea” (Mt 10,27). Sé que a menudo vivir como Jesús nos dice es complicado. También es contracultural hablar de él en cualquier sitio. Puede ser que el hecho de predicar el misterio de Dios (el modo de ser y vivir de Jesucristo) desde los balcones te acarree la persecución y la muerte social, como  le ocurrió a tantísimos mártires, que no sólo sufrieron marginación por su fe sino que llegaron incluso a perder la vida por causa de ella. No obstante, en esta batalla, ten siempre presente que Dios no deja solo a quien se decide a amar la verdad y la vida. 


“¿No se venden un par de gorriones por un céntimo? Y sin embargo, ninguno de ellos cae al suelo sin que lo disponga mi Padre. Pues vosotros, hasta los cabellos de la cabeza tenéis contados” (Mt 10,29-3).

* * *
Perder el miedo es el primer paso para crecer en el espíritu, la primera condición para “amar”. Por eso conviene que te preguntes: ¿A qué tengo miedo? ¿Qué me impide amar como quisiera? ¿Qué me quita la libertad para poseerme y poder darme del todo a Dios y a los demás? Son preguntas que no se responden con la palabra sino con la vida concreta. ¿Has probado alguna vez a hacerlo?

Junio 2023
Casto Acedo



jueves, 15 de junio de 2023

Dios es compasión (Domingo 18 de Junio)

Dios es compasión. Jesús, enviado del Padre muestra la compasión de Dios. Quien practica la compasión o amor misericordioso cumple la ley entera. Urge recuperar la mirada compasiva sobre la realidad que vivimos: auto-compasión y compasión fraterna son claves para la vida cristiana.


CARTA DE SAN PABLO A LOS ROMANOS, 5,6-11.

Cuando nosotros todavía estábamos sin fuerza, en el tiempo señalado, Cristo murió por los impíos; en verdad, apenas habrá quien muera por un justo; por un hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir; mas la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros. ...  Si, cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, ¡con cuánta más razón, estando ya reconciliados, seremos salvos por su vida! Y no sólo eso, sino que también nos gloriamos en Dios, por nuestro Señor Jesucristo, por quien hemos obtenido ahora la reconciliación.

EVANGELIO. Mt 9,36

Al ver Jesús a las gentes, se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas, como ovejas que no tienen pastor.

* * *

Si hay una palabra que define al Dios de judíos, musulmanes y cristianos, esa es “compasión”. Cuando Moisés preguntó a Dios por su nombre “el Señor pasó ante él proclamando: el Señor, el Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad” (Ex 34,6). El Corán abre su mensaje con alabanzas a la compasión de Dios: "Alabado sea Dios, Señor del universo, el compasivo, el misericordioso” (1 S 1-2), y Jesús invita a ser como Él, igual al Padre en compasión y misericordia: "Si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros: os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis" (Jn 13,14-15). “Sed compasivos como vuestro padre del cielo es compasivo” (Lc 6,36).

Hoy el Evangelio abre haciéndonos saber la compasión de Dios en Jesucristo: “Al ver Jesús a las gentes, se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas, como ovejas que no tienen pastor”. 

El evangelio de san Juan nos dice que “Dios es amor”, y desde ahí  podemos afirmar sin temor a equivocarnos que “Dios es compasión”. ¿No es la compasión una consecuencia necesaria del amor? ¿Acaso se puede amar sin condolerse de los sufrimientos de la persona amada? Pues bien, el amor de Dios es universal, y también su compasión alcanza a todos los seres.
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Jesús hizo de su vida un acto de compasión. Desde la encarnación hasta la cruz va dejando ver el alcance de la misericordia del Padre. Desborda compasión cuando le sale al paso la enfermedad y la muerte (Mt 20,34; Mc 1,41; Lc 7,13); se compadece de quienes padecen hambre (Mt 14,14; 15,32 / Mc 6,34; 8,2) o, como deja ver el evangelio de este domingo, hace suyos los sentimientos de quienes viven extenuados y abandonados (Mt 9,36). En cada uno de estos textos el evangelista echa mano de un término griego: splagchnizomai, que significa sentirse conmovido en las entrañas y en los intestinos, misericordia entrañable.

En los relatos de los milagros encontramos esta palabra una y otra vez: “Se le acerca un leproso, suplicándole ... Compadecido, extendió la mano y lo tocó diciendo: «Quiero: queda limpio»” (Mc 1,40-41). “Siento compasión de la gente, porque llevan ya tres días conmigo y no tienen qué comer” (Mt 15,32), dijo antes de la multiplicación de los panes. Antes de resucitar a un joven hijo único de una viuda “se compadeció de ella y le dijo: «No llores»” (Lc 7,13).

La cima de la compasión divina que trae Jesús tiene lugar en la cruz; ahí confluye el amor del Padre que se da en la adversidad suprema del rechazo por parte de los mismos a los que perdona: “La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros” (Segunda lectura de hoy). ¿Puede existir un amor-compasión mayor? 

El amor compasivo es la clave del Evangelio; y podemos decir sin temor a equivocarnos que es a su vez la clave de la vida. Si Dios es compasión y el hombre es imagen de Dios es claro que la compasión es parte esencial del ser humano, que sin ella nadie puede vivir dignamente y queda incompleto; por eso Jesús invita directamente a practicar la compasión, no sólo para hacer méritos sino para conocernos y aceptarnos en lo que somos. Quien no desarrolla en su ser el amor compasivo desperdicia su vida. “Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia” (Mt 5,7) “Andad, aprended lo que significa "Misericordia quiero y no sacrificios": que no he venido a llamar a justos sino a pecadores” (Mt 9,13). “Como elegidos de Dios, santos y amados, revestíos de compasión entrañable, bondad, humildad, mansedumbre, paciencia” (Col 3,12)


La variedad de la compasión

1) Autocompasión. Para acceder a las riquezas de la compasión has de cambiar primero tu mirada sobre ti mismo. Acostumbrado a verte como el eje sobre el que gira todo lo que ocurre a tu alrededor, necesitas aprender a mirarte desde fuera, con los ojos del mismo Dios. El primer paso para alcanzar compasión es comprender que eres una de esas ovejas a las que Jesús mira y compadece “porque anda extenuada y perdida”. Cansancio y pérdida de sentido. ¿No has sentido nunca esas sensaciones? Jesús se compadece de ti. 

 Sentir la compasión de Dios sobre ti es un buen ejercicio de oración; además, este primer paso  es necesario; para amar, perdonar y aceptar a otros has de empezar por amarte, perdonarte y aceptarte a ti mismo. Contemplarte desde Dios te lleva a quererte desde Él, a reconciliarte contigo mismo, a pedir perdón a Dios. "Por Jesucristo hemos obtenido la reconciliación".

2) Compadecer con todos. En segundo lugar has de abrir tus puertas de par en para hacer tuyo el sufrimiento del mundo. Esto sólo es posible desde un maduro amor fraterno. La compasión no es un simple gesto externo de solidaridad, algo tan simple como poner tu tiempo, tu dinero o tus conocimientos al servicio de quien sufre en el cuerpo o en el espíritu; ser compasivo es algo más profundo que nace de dentro, es estar dispuesto a carga y sufrir los dolores del mundo. 

Quién es compasivo no hace suyo el padecimiento de los hombres por simple empatía o capacidad para ponerse en lugar de otros; su motivación es más honda: ha llegado a asimilar que el prójimo no le es ajeno, que  él es en ellos y ellos son en él,  que ellos son su carne y en ellos es él mismo quien sufre. El compasivo hace suyos los gozos y los sufrimientos del mundo, como Jesús (cf GS 1).

3) El milagro de la compasión. Contempla el milagro salvador de la compasión. Mirando a Jesús en la pasión y la cruz puedes ver el efecto devastador de tus pecados y los de tus hermanos; sus llagas llevan el sello  de la traición, el abandono, la violencia, el rechazo, la marginación. En Jesús confluyen todos los males del mundo, "cargó con nuestros pecados". Contémplale en la cruz asumiendo toda la miseria, toda la negrura, recogiendo toda la basura humana. “Padre, perdónales porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34)

Veo en la cruz el corazón de Jesús convertido en un horno encendido de amor que absorbe todo el sufrimiento del mundo, todo pecado. Mientras más miserias absorbe y quema, más potente es la llama del amor y más calor desprende. “Donde abundó el pecado sobreabundó la gracia”, dice San Pablo (Rm 5,20). Este el milagro de la compasión.

Dice san Juan de la Cruz hablando del fuego del Espíritu en Jesús: ¡Oh cauterio suave! ... matando muerte, en vida eterna la has trocado! Ser compasivo es "matar muerte", responder con amor, perdón y aceptación al odio, la venganza y el rechazo. Porque al mal sólo le vence la abundancia de bien. El amor compasivo de Cristo es el más grande e inimaginable porque absorbió y purificó en su fuego los pecados del mundo entero. "Cargado con nuestros pecados, subió al leño, para que, muertos al pecado, vivamos para la justicia. Sus heridas nos han curado" (1 Pe, 2,24).  
 
Pues bien, cada vez que reconoces tus errores, te auto-compadeces y te acercas al amor sanador de Jesús, cada vez que acoges los sufrimientos del mundo como tuyos y los quemas en tu corazón con el combustible del amor y el perdón, cada vez que tus entrañas se conmueven ante el sufrimiento y suavizas el dolor de tus hermanos haciendo tuya su cruz, estás manteniendo encendida la llama del amor divino en tu corazón.  Ahí estás haciéndote uno con Cristo, reconciliando a la humanidad consigo misma y con Dios.

* * *

Contemplación y acción. Lo que has leído te puede servirte para contemplar la compasión de Dios y darte alguna pista para encontrarte con ella. Pero no olvides que esto que miras sólo son letras en una pantalla e ideas en tu mente. Son sólo una chispa de luz. De ti depende que en tu corazón prenda el fuego abrasador que arrastró a Jesús a una compasión sin límites. Sin compromiso de vida por tu parte todo lo dicho aquí es sólo un juego de palabras que se lleva el viento. El amor compasivo sólo se palpa en la vida. ¿Recuerdas lo que le dijo Jesús a quien le preguntó quién era el prójimo al que debe amar? Le contó la palabra de El buen samaritano, y luego le preguntó: "¿Cuál de los tres te parece que fue prójimo del que cayó en manos de los bandidos?». El dijo: «El que practicó la misericordia con él». Jesús le dijo: «Anda y haz tú lo mismo»" (Lc 10, 36-37). Pues eso, ¡anda y haz tú lo mismo! 

¡Feliz domingo!
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Junio 2023
Casto Acedo

miércoles, 7 de junio de 2023

Dios es sanación (Corpus Christi, 11 de Junio)

 


LIBRO DEL DEUTERONOMIO
8,2-3

Moisés habló al pueblo, diciendo: «Recuerda el camino que el Señor, tu Dios, te ha hecho recorrer estos cuarenta años por el desierto; para afligirte, para ponerte a prueba y conocer tus intenciones: si guardas sus preceptos o no. Él te afligió, haciéndote pasar hambre, y después te alimentó con el maná, que tú no conocías ni conocieron tus padres, para enseñarte que no sólo vive el hombre de pan sino de todo cuanto sale de la boca de Dios. ... 

EVANGELIO
Jn. 6, 51.58

Dijo Jesús a los judíos: «Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo.»... Éste es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron; el que come este pan vivirá para siempre.»

¡Palabra del Señor!

*

Te encuentras mal. Agotamiento, cansancio, una sensación de mareo cuando realizas un esfuerzo extra. Te sientas, recapacitas; ¡uf! ¿Estaré enfermo? Y lo primero que traes a la memoria es lo que comiste anoche o esta mañana. ¿Comí lo suficiente? ¿Estaría estropeado algo que he comido o bebido? ¿Se deberá mi malestar a una mala digestión? Es lo primero que piensas.

Vas al médico y después de auscultarte te manda un jarabe para asentar el estómago y un analgésico que te alivie las molestias. El jarabe sabe a rayos, pero lo tomas; es el precio que hay que pagar para recuperar la salud.

Este suele ser el proceso natural que se da cuando nuestro cuerpo anda enfermo. E igual ocurre o debería ocurrir cuando la enfermedad es del alma. Tu ánimo ha decaído, no tienes ganas de hacer nada; sientes interiormente un bajón que no consigues explicarte. Insatisfacción y tristeza. Físicamente estoy bien, pero ¿qué me pasa entonces? En estos casos debes seguir los mismos pasos que das cuando el cuerpo no responde. También el alma necesita sanación. 

¿Qué hacer? De principio asumir tu enfermedad y buscar las causas. ¿Con qué ideas, costumbres, prácticas, estoy alimentando mi alma? Porque mi estado de ánima no sale de la nada sino de una mala alimentación psíquica o espiritual. Si cada día alimentas tu cabeza y tu corazón llenándolos de sueños imposibles, envidias, ambiciones, rencores, avaricia, deseos de venganza, etc. no es extraño que el malestar y el desánimo te invadan. Necesitas un psicólogo, o mejor, necesitas un maestro, una persona que te ayude a diagnosticar tu enfermedad y que te facilite los remedios oportunos para superarla.


Corpus Christi, Jesús terapeuta

¿Qué tiene que ver todo lo dicho con la Fiesta del Corpus? Las lecturas del día nos dan pistas: “No sólo de pan vive el hombre sino que vive de todo cuanto sale de la boca de Dios”. Hay un cuerpo que alimentar, pero también un alma; y hay un cuerpo que sanar cuando enferma, y también un alma que enferma y puede sanarse. Hay un médico para el cuerpo, y también un terapeuta para el alma. Hay unas buenas prácticas alimenticias, unos ejercicios, y unos fármacos adecuados para restaurar la salud del cuerpo, y también hay un alimento, unas prácticas espirituales y unas medicinas para sanar el alma.

¿A quien acudir cuando nos falla el ánima? Puedes contactar con el médico-Jesús, que te dará la medicina necesaria y te recomendará las prácticas adecuadas para recuperar la salud espiritual. La medicina que Jesús recomienda aplicar es el Sacramento,  considerando también como tal la Palabra de Dios proclamada y escuchada, pero esencialmente la Eucaristía y  los demás sacramentos, así como la práctica de las virtudes, sobre todo la Caridad. Todas estas prácticas son en su conjunto una completa fuente de salud espiritual.

Cuando termina el duro discurso de El pan de vida (Jn 6), Jesús dice que “el que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él”, o “el que me coma vivirá por mí ... y vivirá para siempre”. Al oír esto muchos le abandonaron; no aceptaron el remedio del amor como la mejor medicina para su alma; y se marcharon. Ten en cuenta que darse en alimento por otros es hacerse Eucaristía, amar hasta morir por ellos, y eso, pensaron, es mucho pedir. Jesús dice entonces a los doce: "¿También vosotros queréis marcharos?” Y Pedro respondió: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna. Nosotros hemos creído que tú eres el Santo de Dios (Jn 6,66-68), tú eres el salvador, la medicina que necesitamos. El jarabe puede ser amargo, pero lo tomaremos si Tú, que sabes mejor que nosotros lo que nos conviene, lo mandas".

La medicina de Jesús

"No necesitan médico los sanos, sino los enfermos" (Mc 2,217). Celebrar el Corpus es proclamar que Jesucristo es el Salvador, el sanador de los cuerpos y las almas, el médico que el mundo espera para establecer unas relaciones sanas entre sus habitantes. Él realiza su misión echando mano de estas medicinas que llamamos “sacramentos”.

1. La Palabra. Como buen médico Jesús con su Palabra sana animando y aconsejando  a quienes acuden a Él en busca de remedio para sus males. La Palabra penetra en lo más íntimo  del corazón (Hb 4,12) limpiándolo de ideas, creencias e intenciones dañinas. “Vosotros estáis limpios por la palabra que os he hablado”, dice Jesús a los suyos (Jn 15,3); escuchar y meditar la Palabra de Dios (lectio divina) sana el alma arrancando de ella las malas hierbas, aportando luz donde solo había oscuridad. La Palabra, como lugar de encuentro curativo con Cristo, es “sacramento”, aunque no la incluyamos entre los siete que se denominan propiamente así.

2. La Eucaristía. Y “la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1,14). Jesucristo es Palabra encarnada. No sólo su predicación, también su vida entera habla de Dios. Contemplar a Jesús es un ejercicio de sanación espiritual. Aquí encuentra sentido la participación en la mesa del Señor comulgando su cuerpo y la adoración eucarística que realizamos especialmente el día de Corpus Christi. "Su carne, inmolada por nosotros, es alimento que nos fortalece; su sangre, derramada por nosotros, es bebida que nos purifica" (Prefacio I de la Eucaristía). La misa y los demás sacramentos, en cuanto que conectan con el Misterio Pascual, misterio de muerte y resurrección a una vida nueva, son medicina del alma; la Eucaristía es la panacea de la medicación cristiana: “Yo soy el pan de vida...  el que me come vivirá por mi, ... y vivirá para siempre”.

3. La Caridad. Y por último mencionemos la medicina que es el "sacramento" (signo) de la caridad. Jesús concluye la Última Cena diciendo: “haced esto en memoria mía” (1 Cor 11,25; Lc 22,19); "os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros: os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis" (Jn 13,14-15). Hacer nuestros los mismos gestos de amor de Jesús, practicar la caridad es un remedio excelente para sanar nuestras almas.  Entre amor y sanación hay una sinergia muy estrecha: “Te aseguro -dice Jesús a Simón cuando juzga indigna a la mujer pecadora que le lava los pies- que si da tales muestras de amor es que se le han perdonado sus muchos pecados; en cambio, al que se le persona poco, mostrará poco amor” (Lc 7,47); la Primera carta de san Pedro ratifica esta enseñanza: “Amaos intensamente unos a otros, pues el amor alcanza el perdón de muchos pecados” (1 Pe 4,8). También la práctica del amor es sacramento, porque en ella nos encontramos con Cristo en los otros, y por nuestra bondad y perdón nos hacemos merecedores del perdón sanador de Dios (cf Mt 6,14).


* * *

*Es un buen día este del Corpus para acercarme a la Iglesia como clínica del terapeuta que es Jesús; 
*un buen día para participar en la misa, la procesión o algún otro acto de adoración eucarística; 
*un buen día para hablar a Jesús de mis enfermedades espirituales a partir de los  síntomas de malestar que descubro en mí (insatisfacciones, tristezas, desorientación vital, desesperanzas...); 
*un buen día para recibir la medicina del Sacramento del perdón y el Sacramento Eucarístico
*un buen día para adorarle y  mostrarle así que toda mi vida iría mejor si le pongo en el centro de mi alma; 
*un buen día, en fin, para tomar la decisión de vivir la Caridad (amor totalmente desinteresado) convencido de que si completo mi curriculum vitae con abundancia de obras buenas hallará mi alma la satisfacción, la salud, la alegría, la paz y la estabilidad que busca.

Acude a quien es la fuente de tu sanación. Y ¿sabes? El tratamiento es gratis. Él  pagó por todos con la moneda de su amor, con la entrega de su Cuerpo  y de su Sangre (cf Is 53,4; Rm 3,21-25;1 Cor 6,20). 
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¡FELIZ DÍA DE CORPUS CHRISTI!

Junio 2023
Casto Acedo.

La tentación mesiánica (I Cuaresma)

Reflexión para el primer domingo de Cuaresma a la luz de la situación sociopolítica actual Las sorprendentes circunstancias internacionales ...