viernes, 16 de febrero de 2024

Cuaresma y desierto (18 de Febrero)



EVANGELIO

En aquel tiempo, el Espíritu empujó a Jesús al desierto. Se quedó en el desierto cuarenta días, dejándose tentar por Satanás; vivía entre alimañas, y los ángeles le servían. Cuando arrestaron a Juan, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios.

Decía: «Se ha cumplido el plazo, está cerca el reino de Dios: convertíos y creed en el Evangelio.»

Palabra del Señor

*



El silencio del desierto

El primer domingo de Cuaresma nos invita a contemplar, el desierto como realidad espiritual. “El Espíritu empujó a Jesús al desierto. Se quedó en el desierto cuarenta días, siendo tentado por Satanás; vivía con las fieras y los ángeles le servían" (Mc 1,12-13). Es difícil resumir en menos palabras el sentido de la vida cristiana. Un tiempo de desierto a donde el alma es introducida por el Espíritu recibido en el Bautismo. 

El desierto es la vida, donde se dan situaciones de oasis y de sequedad, de gracia y de adversidad; nos acompañan fieras peligrosas que amenazan  devorarnos (ira, soberbia, gula, avaricia, etc), y también la presencia de Dios que viene en nuestro socorro por medio de sus ángeles (personas y dones santos) que fortalecen nuestra vida espiritual.

Para lo que nos ocupa el desierto no es un lugar geográfico sino espiritual, una travesía ineludible para cualquiera. Dios nos lleva al desierto, como llevó a su pueblo Israel y a su Hijo,  para encontrarnos con Él y crecer en libertad. Porque el desierto es un ámbito de libertad, ahí se ejerce y ahí se madura, en la disciplina y la decisión; “libertad de” y libertad para”. El desierto y sus decisiones son el paradigma de la vida como experiencia cuaresmal y pascual. Necesitamos del desierto para hacer silencio en el alma y escuchar la Palabra, para morir al ego rompiendo las cuerdas que nos atan a él  y para caminar con decisión hacia la tierra prometida

“Libertad de” (AYUNO)

La Cuaresma es, pues, un tiempo de libertad que comienza con el retiro, con la huida hacia un páramo inhóspito donde ponerse a salvo de las asechanzas del “mundo civilizado”, de la sociedad de las prisas, la competitividad y las ambiciones desmesuradas. Quien quiera seguir a Jesús ha de comenzar por seguirle al desierto dejando atrás sus pertenencias: la soberbia de su poder, sus títulos y sus cargos, el prestigio de sus logros mundanos y los bienes materiales que endurecen su corazón por el miedo a perderlos.

El páramo o desierto es un “contramundo”, un lugar distanciado del ruido de la ciudad donde el anacoreta se refugia. No lo hace forzado por nada ni por nadie sino por propia voluntad; es un “automarginado” que se pone a distancia de todo aquello que el mundo pone ante él para seguir sometiéndole. “Porque lo que hay en el mundo —la concupiscencia de la carne, y la concupiscencia de los ojos, y la arrogancia del dinero—, eso no procede del Padre, sino que procede del mundo” (1 Jn 2,16).

En una de sus cartas dirigidas a un monje llamado Heliodoro, san Jerónimo, que llevó vida de eremita, muestra cómo en el desierto, abrazando la pobreza, la cruz y la soledad ha llegado a entender el evangelio:

¿Temes la pobreza? Pues Cristo llama bienaventurados a los pobres. ¿Te asusta el esfuerzo? Pues ningún atleta recibe la corona sin sudor. ¿Piensas en el sustento? La fe, sin embargo, no teme el hambre. ¿Recelas que puedas hacerte daño al dar en el duro suelo con tus miembros debilitados por el ayuno? Pero el Señor está contigo. ¿Se queda tiesa la enmarañada cabellera de tu cabeza sin lavar? Tu cabeza, sin embargo, es Cristo. ¿Te asusta la vastedad infinita del desierto? Camina en el espíritu por el paraíso. Siempre que subas a él con el pensamiento no estarás en el desierto.

En el desierto no hay apoyos exteriores que inclinen a las comodidades, ni personas encantadoras o mágicos artilugios que te faciliten distracciones agradables. El desierto inclina a estar de acuerdo con Él, a soltar cualquier cosa que no sea “el silencio de mi yo profundo”; cualquier otro elemento interpuesto está bloqueando la relación con Dios. El desierto ofrece esa "libertad de" que no se da en el mundo, donde el estrés y las sugestiones del ambiente abortan todo intento de pararse en Dios y crecer en el espíritu.


“Libertad para” (LIMOSNA)

Quienes se sienten amenazados por la civilización han huido siempre al desierto. Han encontrado refugio en él los proscritos y desterrados,  los perseguidos por la ley, los esclavos que pudieron escapar de sus cadenas,  los criminales a los que persigue la justicia o los que  buscan escapar de la venganza jurada por el enemigo. Al desierto se retiró Moisés temiendo la muerte por haber matado a un egipcio, Elías perseguido por la Reina Jezabel tras ejecutar a los profetas de Baal, David huyendo de Saúl, Juan Bautista, el propio Cristo, san Pablo, etc. Para muchos, desde Abrahán a Carlos de Foucauld, el desierto ha sido huida hacia adelante, recurso para preservar la vida; y al mismo tiempo  noviciado, espacio para el encuentro con uno mismo y  con Dios en la soledad.

¿Qué tiene el desierto? ¿Qué ofrece? Primeramente silencio. En la quietud el desierto es más fácil escuchar la voz de Dios.

“¿Qué salisteis a contemplar en el desierto? -dice Jesús- ¿Una caña sacudida por el viento? ¿O qué salisteis a ver, un hombre vestido con lujo? Mirad, los que visten con lujo habitan en los palacios. Entonces, ¿a qué salisteis?, ¿a ver a un profeta? Sí, os digo, y más que profeta “ (Mt 11,7-9).

No se busca ni se pude encontrar en el desierto el vaivén de modas, valores y costumbres  que tanto caracteriza  nuestra cultura; tampoco va al desierto quien busca oro o prestigio social. Quien allí acude lo hace porque está harto de vagar con su espíritu de aquí para allá, harto de buscar paz en esto y en lo otro, se ha esforzado y no ha encontrado satisfacción. Quienes van al desierto, desde la experiencia del desvalimiento físico y moral, descubren que lo que buscaban fuera lo tienen dentro; y lo hacen contemplando su debilidad y rindiéndose a la evidencia de que sin Dios no son nada. 

La libertad que da el desierto a quienes la buscan de verdad es consecuencia del encuentro con Dios en humildad.  Dejar la ciudad, la vida cómoda, el placer de los sentidos, el dinero, etc. por simple voluntarismo suele conducir al fracaso. El desapego y desprendimiento de las cosas del mundo, cuando se hace con fe y bajo la mirada del amor de Dios, libera al alma para amar, para dar lo mejor que lleva dentro, o, en palabras de san Pablo, libera para ser libres. “Para la libertad nos ha liberado Cristo” (Gal 5,1), que es lo mismo que decir que el despojo del desierto, la pobreza y humildad, son experiencias de una “libertad” que no puede ser  total sin unirle a una “libertad para”, libres para amar.  

La realidad social que vivimos está marcada por la "rapidación" y el estrés, lo cual está dando lugar a un crecimiento notorio en la demanda de  retiros de silencio y experiencias de soledad. No quiero terminar sin hacer una llamada importante para discernir qué se busca en  retiros o experiencias de desierto. Porque podemos caer en el bucle de hacer silencio para que mi vida no sea alterada por nada; me sereno para seguir dormido. Quién sólo procura  vivir en una “libertad de”, del cansancio, del agotamiento, del aburrimiento, etc., apatía egoísta, se llama esto, se está equivocando. 

Ir al desierto no significa cultivar un egoísmo espiritual, sino "libertad para" estar de un modo nuevo al servicio de los hermanos y del mundo. Aunque me retire al desierto y con la práctica del silencio conociera todos los secretos y todo el saber, si no tengo amor, de nada me sirve (cf 1 Cor 13,1-3). Hay quienes buscan en el silencio una huida de sus responsabilidades; Hay quien no deja el  ruido de la ciudad porque les agobie sino porque le cansa; pero no están dispuestos a renunciar a los placeres que le proporcionan los sentidos. Para éstos el desierto es sólo un alto que les lave el estómago y les permita seguir disfrutando de los placeres efímeros,  un espacio para vomitar el exceso de sensualidad que llega a saturar los sentidos.

Cuando el retiro no conduce a una “libertad para”, la libertad misma queda vacía. Si la música callada del desierto no despierta a la caridad no es silencio sino sordera, no es inmersión en la vida de Dios sino escape del mundo. Quien de veras acalla sus ruidos no puede evitar el grito del pobre y la llamada de Dios para ponerse al cuidado de la creación. La genuina libertad del desierto no puede renunciar a ser “libertad para”; san Ignacio de Loyola diría “para amar y servir”. ¡Cuidado con hacer de la cuaresma una huida!

* * *

(ORACION) 

Aprovecha el tiempo de Cuaresma para hacer silencio. Identifica cuáles son los ruidos que no te dejan oír la voz de Dios, las excusas que pones para no entrar en tu desierto. No tengas miedo al páramo y la sequedad en la oración. Tampoco temas a los tiempos de desolación que puedan venirle a tu vida. Mantente despierto, contempla. La vida es desierto. Transcribo para tu meditación dos textos que ayudan a amar y desear el desierto. El primero es de un Padre del desierto del siglo IV; el segundo, más conocido, es de El Principito, una obra contemporánea  admirada por muchos. 

1. 
“Quien está sentado en el desierto y cultiva el sosiego del corazón ha escapado a tres combates: oir, hablar, ver. Sólo le queda uno por librar: el combate con su propio corazón” (Evagrio Pontico)

2. 
—El desierto es bello — dijo el principito.
Era verdad; siempre me ha gustado el desierto. Puede uno sentarse en una duna, nada se ve, nada se oye y sin embargo, algo resplandece en el silencio...
—Lo que más embellece al desierto —añadió el principito— es que en cualquier parte esconde un pozo...
Me quedé sorprendido al comprender súbitamente ese misterioso resplandor de la arena. Cuando yo era niño vivía en una casa antigua en la que, según la leyenda, había un tesoro escondido. Sin duda que nadie supo jamás descubrirlo y quizás nadie lo buscó, pero parecía toda encantada por ese tesoro. Mi casa ocultaba un secreto en el fondo de su corazón...
—Sí —le dije al principito— ya se trate de la casa, de las estrellas o del desierto, lo que les embellece es invisible.” (Antoine de Saint Exùpery).

Aprovecha la Cuaresma para contemplar y hallar en el desierto ese pozo o tesoro invisible que esconde.

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