EVANGELIO
Juan 8,1-11.
¨En aquel tiempo, Jesús se retiró al monte de los Olivos. Al amanecer se presentó de nuevo en el templo, y todo el pueblo acudía a él, y, sentándose, les enseñaba.
Los escribas y los fariseos le traen una mujer sorprendida en adulterio, y, colocándola en medio, le dijeron:
- «Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras; tú, ¿qué dices?».
Le preguntaban esto para comprometerlo y poder acusarlo. Pero Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en el suelo. Como insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo:
- «El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra».
E inclinándose otra vez, siguió escribiendo. Ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos. Y quedó solo Jesús, con la mujer en medio, que seguía allí delante. Jesús se incorporó y le preguntó:
- «Mujer, ¿dónde están tus acusadores?; ¿ninguno te ha condenado?».
Ella contestó:
- «Ninguno, Señor».
Jesús dijo:
- «Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más»."
Palabra del Señor
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El pasaje de la mujer adúltera, es una lección para "los que se creen justos y desprecian a los demás". Para poner en evidencia la falsedad farisaica el evangelio de san Lucas narra la parábola del fariseo y el publicano (Lc 18,9-14). San Juan es más directo y pone ante nuestros ojos un caso concreto de desprecio al pecador a cuenta de quienes se creen santos.
El filósofo Thomas Hobbes dijo en su momento que «el hombre es un lobo para el hombre», es decir, un ser que se realiza destruyendo, sometiendo y devorándolo al otro. Tal vez la definición sea exagerada (aún creo en la bondad del género humano), pero observando el medio ambiente que vivimos y los acontecimientos políticos, económicos y bélicos del momento no puedo ocultar que el aforismo de Hobbes lleva algo de verdad.
Desde el puesto de observador imparcial es imposible no ver como muchas personas sólo parecen realizarse cuando encuentran carnaza que devorar, cuando tienen a tiro de piedra algún adúltero o adúltera en quien gozarse apedreándole y despedazándole con sus malas maneras o su fruición verbal. Produce tristeza ver esto no sólo en personas individuales sino también a nivel de colectivos sociales; sorprender al otro en infidelidad y exponerlo a escarnio, juicio y condena públicas parece ser la táctica política preferida hoy por muchos. Así, regocijándose en la miseria del otro, muestra el fariseo-hombre-lobo su personalidad; es un ser tan acomplejado e inseguro que solo sabe afirmarse a sí mismo negando a los otros.
Aquellos que pretendían poner en evidencia a Jesús a costa de la mujer adúltera pertenecían a ese gremio: el de los fariseos-hombres-lobo comedores de carroña, raza de los que se creen impecables, inmaculados, santos, y, por tanto, convencidos de su derecho a juzgar y decidir sobre los demás con total impunidad.
Frente a la postura condenatoria propia de la tribu farisaica el evangelio revela la actitud acogedora y compasiva de Jesús. Leíamos la pasada semana, en el capítulo 15 de san Lucas, que Jesús acogía a los publicanos y los pecadores, y los fariseos le criticaban por ello (cf Lc 15,1-2). El episodio de la adúltera redefine la actitud legalista farisaica y la misericordiosa de Jesús.
"Para comprometerlo y poder acusarlo" llevan ante Él a una mujer sorprendida en adulterio. No les importa la mujer ni lo que pueda ocurrir con ella; para ellos es simplemente un objeto para un fin: ridiculizar y desautorizar a Jesús. Y con este fin le preguntan: “Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras: tú ¿qué dices?” (Jn 8,4-5). Si dice que no hay que apedrearla dirán de Jesús que va contra la ley, y si responde que sí perderá el favor del pueblo, que lo tiene por justo, bueno y misericordioso.
Situado ante la trampa, la respuesta de Jesús es, tras breve reflexión mientras escribe en el suelo, escueta y sorprendente: “el que esté sin pecado, que le tire la primera piedra” (Jn 8,7). Con estas sencillas y concisas palabras pone a los judíos ante su propia miseria; les obliga a mirarse a sí mismos; ¡y bien que lo hicieron!, porque “se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos” (Jn 8,9). Jesús los puso ante el espejo de la verdadera justicia, la que ellos esperaban para sí mismos de Dios: la compasión y la misericordia.
Y, ¡aleluya!, los fariseos reaccionaron con la catequesis de Jesús; primero los más viejos, tal vez porque la vejez, aparte de endurecer el corazón, también lo ablanda con la memoria de las propias miserias. Sea como fuere, y aunque solo fuera por vergüenza, aquellos lapidadores tuvieron la suficiente honradez como para reconocer que estaban equivocados; y no porque la ley de lapidar a la adúltera no existiera, que existía y por tanto actuaban conforme a ella, sino porque descubrieron que, ley aparte, ellos deberían ser los primeros en ser apedreados hasta morir.
Tuvieron aquellos fariseos la honradez de mirar su propio pecado, y desde ahí fueron capaces de dejar caer las piedras dispuestas a ser lanzadas y mostrar misericordia. Aquellos judíos acusadores son pues, criticables por una parte, pero dignos de consideración por el valor de reconocer su propio error. Iniciaron ahí su conversión al Dios del perdón.
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Este domingo previo a Ramos el Evangelio te pone ante ti mismo. Quiere que mires tus manos cargadas de piedras dispuestas para ser arrojadas sobre unos y otros sin misericordia. Quiere Jesús que te preguntes: ¿Acaso estoy libre de pecado? ¿No soy tan miserable como los adúlteros a los que apedreo con mis juicios mentales y mis palabras? ¿Con qué derecho me erijo en acusador de mi hermano? Jesús te invita hoy a perdonar y a pedir perdón, entre otras razones porque “si no perdonáis a los demás, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras ofensas”(Mt 6,15); no porque no quiera Dios perdonarte, sino porque la puerta del perdón es única, y cuando se cierra impide el paso en ambos sentidos.
Jesús no se goza en condenar, sino en salvar. Ese es el camino a seguir, el de quien no construye su personalidad pisoteando al prójimo, sino aupándole del barro, perdonándole y animándole a cambiar de vida: “Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más” (Jn 8,11). ¿No es hermoso oír estas palabras como dirigidas a uno mismo?
En estos días que restan para la Semana Santa, suelta las piedras acumuladas en tus manos, descárgate de juicios y violencias, y toma la rama de olivo, porque va a entrar en tu vida el Rey de la paz y la misericordia.
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Hace tres años, con la guerra de Ucrania recién iniciada, comentaba el acontecimiento al hilo del evangelio de hoy.
Durante estos años, hasta el triunfo electoral de Donald Trump, hemos ido congelando o archivando en nuestro pensar y sentir ordinarios las noticias bélicas de Ucrania y Rusia; nos hemos acostumbrado a las noticias de la guerra. Ahora nos ponemos nerviosos porque sin el apoyo de EEUU nos dicen que nuestra economía, seguridad y vida capitalista puede entrar en un tiempo de riesgo serio. ¿De verdad nos importan las vidas de los miles de ucranianos y rusos que han muerto estos años? Por el interés mostrado parece que lo único que nos importamos somos nosotros.
Lo que de verdad necesitamos todos (Europa, EEUU, Rusia y Ucrania, Irán, Israel y Palestina, etc.) es una conversión del corazón a la misericordia. Sin perdón no es posible la paz. No avanzaremos hacia la paz mientras sigamos viendo en "la mujer adúltera" nuestras propias sombras: ¿no deseamos apedrear en la adúltera nuestro inconfesable deseo de adulterio?, ¿no odiamos en los beligerantes de las guerras de hoy el oculto deseo de venganza que todos llevamos dentro y que se activa cuando hallamos a quien odiar "decentemente"?. La verdadera conversión a la misericordia debe comenzar por uno mismo. Jesús pone ante sus detractores un espejo donde mirarse; observa cómo sólo aceptando que su odio a la adúltera nos es sino el odio a sus propios deseos adúlteros se desactiva la violencia de los fariseos, se sueltan las piedras y se puede comenzar un camino de reconciliación.
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Abril 2025
Casto Acedo
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