EVANGELIO
Mc 16, 15-20
En aquel tiempo, se apareció Jesús a los once y les dijo:
«Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación.
El que crea y sea bautizado se salvará; el que no crea será condenado.
A los que crean, les acompañarán estos signos: echarán demonios en mi nombre, hablarán lenguas nuevas, cogerán serpientes en sus manos y, si beben un veneno mortal, no les hará daño. Impondrán las manos a los enfermos, y quedarán sanos».
Después de hablarles, el Señor Jesús fue llevado al cielo y se sentó a la derecha de Dios.
Ellos se fueron a predicar el Evangelio por todas partes, y el Señor cooperaba confirmando la palabra con las señales que los acompañaban.
Palabra del Señor.
* * *
No se acaban de enterar, o mejor, ¡no nos acabamos de enterar! Cuando el Señor reúne a los suyos para despedirse, éstos siguen pensando en mesianismos terrenos: “Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar la soberanía de Israel?” (Hch 1,6) Seguían esperando un Mesías victorioso según los esquemas imperialistas. Su fe seguía supeditando la religión a las conveniencias terrenas.
Si seguir a Jesús no sirve para nada práctico en este mundo, si las esperanzas políticas puestas en Él no se cumplen, ¿para qué seguirle? Si se vas y no nos deja en mejor estatus que antes de conocerle, ¡vaya fracaso! Los discípulos de entonces, como los de hoy, se muestran incapaces de asimilar el hecho de que el mesianismo de Jesús es de otro orden. Como consecuencia de ello caen en el desánimo, la depresión y el abandono; como expresaron en su momento los de Emaús. “Nosotros pensábamos que él sería el salvador de Israel, y ya ves…” (Lc 24,21). Cuesta aceptar que estamos para servir a Dios, no para ser servidos por Él; y nos sorprende el hecho de que, viniendo de Dios Todopoderoso, el Reino no se imponga con la fuerza y la espectacularidad que desearíamos; y ante las expectativas frustradas el discípulo se asoma al precipicio del desánimo, la desesperación y el abandono.
La hora de la madurez
Jesús responde: “No os toca a vosotros conocer los tiempos y las fechas que el padre ha establecido con su autoridad. Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis la fuerza para ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta los confines del orbe” (Hch 1,7-8), es decir, a vosotros os toca aceptar con docilidad la presencia de Dios en las cosas pequeñas, y anunciar el evangelio, sembrar la Palabra, extender el Reino de la verdad, la bondad y la justicia desde la debilidad; a vosotros os toca continuar mi obra –dice Jesús-, seguir presentes de modo sencillo en medio del mundo.
Ha llegado para vosotros la hora de la madurez, el momento en el que ya no me tenéis físicamente a vuestro lado; el cordón umbilical bien visible que os unía a mí y que os daba seguridad se rompe con mi partida; desde ahora sois vosotros los que habréis de tomar las decisiones importantes; ya no sois niños sino adultos que debéis asumir responsablemente vuestras decisiones y actos. ¡No os quedéis ahí plantados mirando al cielo! -dice Jesús-, yo volveré como el rey que entregó los talentos a sus empleados (cf Lc 19,11-27), o como el dueño de la viña que pide cuentas a los arrendatarios (cf Lc 20,9-18). Volveré para llevaros conmigo; tomaré en peso vuestras vidas y sabré si fuisteis misericordiosos con vuestros hermanos los hombres como yo lo he sido con vosotros (cf Mt 25,31-46).
La fiesta solemne de la Ascensión del Señor no celebra la ausencia del Señor como tragedia sino el paso del Señor a la gloria del Padre como condición para una presencia mucho más conveniente para la humanidad: “Os conviene que yo me vaya, porque si no me voy, el Paráclito no vendrá a vosotros” (Jn 16,7). Cristo ha culminado su obra.
La Ascensión al cielo es la apoteosis de Jesús. Con su partida se establece un antes y un ahora: el tiempo del Jesús histórico y el tiempo de la Iglesia. “Todo lo puso bajo sus pies y lo dio a su Iglesia, como Cabeza, sobre todo. Ella es su cuerpo, plenitud del que lo acaba todo en todos” (Ef 1,22-23). La Iglesia, tú y yo, somos los continuadores de su misión. Pero no estamos solos en la tarea, porque el Padre y el Hijo nos dan su Espíritu que nos sugerirá en su momento lo habremos de decir o hacer (cf Mt 10,19). Después de la ascensión de Jesús a los cielos nos jugamos mucho en la recepción y escucha del Espíritu. La oración, el silencio meditativo, la reflexión evangélica, la vida espiritual entendida como diálogo interior con Dios, la acción misionera y caritativa, cobran protagonismo en el tiempo que se inaugura con la Ascensión y Pentecostés, el tiempo de la Iglesia.

Tiempo de la Iglesia
Cuando un hijo se marcha de la casa para vivir su vida los padres guardan el recuerdo de todo lo que han vivido con él; también quien se ha marchado lleva en su corazón la memoria de lo que sintió y aprendió en el hogar paterno. Las despedidas son dolorosas, pero también necesarias; sin ellas no seríamos nunca independientes permaneciendo en el estado de infantilismo e inmadurez permanente de quien lo recibe todo sin dar nada.
Pues bien, a pesar de las lágrimas de la despedida, la primera Iglesia, la de aquellos que tuvieron contacto directo con Jesús, logró entender la necesidad de la partida de su fundador y se embarcó en la tarea de madurar en su fe y en su vida personal y comunitaria. La experiencia del encuentro con Jesús les sirvió de palanca para el anuncio misionero, como hace saber san Pedro en casa de Cornelio: Jesús se manifestó “a nosotros que comimos y bebimos con él después que resucitó de entre los muertos. Él nos mandó predicar al pueblo y dar testimonio de que Dios lo ha constituido juez de vivos y muertos” (Hch 10,41-42).
Si antes de Jesús el pueblo judío vivía sometido a los mandamientos de la ley y a las promesas de los profetas, y si con Él pudieron escuchar directamente la voz de Dios, en el tiempo nuevo de la Iglesia los discípulos han de vivir en la libertad interior, abiertos al poder del Espíritu que les impulsará al servicio del Reino: "Recibiréis la fuerza y seréis mis testigos” (Hch 1,8) .
No nos alegramos en la Ascensión porque Jesús se vaya, como tampoco un padre se alegra porque un hijo o una hija abandonen el hogar que les vio crecer para buscar su propia vida; estamos alegres porque al marcharse Jesús se cumple nuestro destino de personas libres que ya no necesitan la tutela paterna. Celebramos la madurez del discípulo, que ha de tomar las riendas de su misión en la vida, y que no quedará totalmente huérfano porque Jesús sigeue estando presente (cf Mt 28,20) y enviará el Espíritu de la verdad (cf Jn 15,26).
El tiempo de la ley ha pasado. El cristiano adulto y la comunidad cristiana madura no es la que permanece estática mirando al cielo esperando a que la solución a los problemas le caiga del cielo; el cristiano adulto se pone en marcha adentrándose en un mundo que considera como un inmenso campo de trabajo donde ejercitarse. Si Jesús con su llamada -"sígueme"- invita a los suyos a dejarse llevar de su mano, ahora parece soltarles y empujarles a que busquen y sigan ellos el camino: “Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación” (Mc 16,15).
En la nueva era no se dan las cosas hechas; sería humillante. El Espíritu, con sus dones -“amor, alegría, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fe, mansedumbre, y dominio de sí mismo” (Gal 5,22-23)- ayuda a tomar decisiones libres que cada cual ha de asumir. Podríamos decir que mientras estuvo entre nosotros físicamente Jesús caminó delante del rebaño y ahora somos empujados hacia adelante por el Espíritu que nos deja. Obramos no por imposición de ley sino por la seducción del amor que nos abre a su Espíritu.
Si me limito a especular sobre la ausencia del Jesús histórico, o sobre cómo y cuando debería ser la segunda venida del Señor, acabaré poniendo mis esperanzas y mi ánimo en delirios que serán el fruto de mi imaginación interesada, me tallaré un dios a mi medida, y me habré equivocado. A mí no me toca especular con mesianismos de tres al cuarto, ni preguntarme sobre cuándo volverá el Señor; sólo sé que vendrá, eso basta para mantener viva la esperanza.
El tiempo de la Iglesia es tiempo de cultivar las virtudes (fe, esperanza, amor) por la escucha y meditación de la Palabra, el gozo de la Presencia y la práctica de la caridad. ¿Qué pide Dios a quien le ama? Simplemente abandonarse al Espíritu fiado en la palabra inspirada, y no quedarse embobado mirando al cielo sino caminar. ¿Hacia dónde? Hay signos o señales que ayudarán al discípulo a saber si están en el camino adecuado:
"A los que crean les acompañarán estos signos: echarán demonios en mi nombre, es decir, serán resilientes a la seducción del mal y podrán liberar a quienes hayan caído en su trampa; hablarán lenguas nuevas, porque su idioma será el lenguaje universal del amor, que todo el mundo entiende; cogerán serpientes en sus manos, porque no temerán por sus vidas; y si beben un veneno mortal no les hará daño, porque han sido vacunados en la resurrección, y por mucho que les critiquen y les persigan, por grande que sea la adversidad, su salud no quebrará; impondrán las manos a los enfermos, y quedarán sanos". La fuerza de Dios no les faltará.
Todas estas promesas garantizan que tras la subida de Jesús a los cielos, la fe en la resurrección dará paso a una vida nueva donde el poder y la misericordia de Dios se sigue haciendo presente en y por los discípulos. Esta es nuestra vocación y nuestra tarea. La Ascensión del Señor pide volver a Galilea, volver a la vida.
Termina diciendo el Evangelio que "después de hablarles, el Señor Jesús fue llevado al cielo y se sentó a la derecha de Dios. Ellos se fueron a predicar por todas partes, y el Señor cooperaba confirmando la palabra con las señales que les acompañaban". Jesús sigue vivo cooperando y confirmando con sus signos la palabra predicada por la Iglesia. En la misión el discípulo no está solo. Jesús lo ha dicho: "yo estaré con vosotros hasta el final de los tiempos" (Mt 28,20)
Mayo 2024
Casto Acedo
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