EVANGELIO Jn 6, 51-5
En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente: «Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo».
Disputaban los judíos entre sí: «¿Cómo puede este darnos a comer su carne?».
Entonces Jesús les dijo: «En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. Como el Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre, así, del mismo modo, el que me come vivirá por mí. Este es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron; el que come este pan vivirá para siempre».
¡Palabra del Señor!
*
Sigue el discurso del pan de vida. Jesús habla de sí mismo como comida y bebida. Este mensaje de Jesús, que causa escándalo a muchos (¿"como puede este darnos a comer su carne"?) ha calado hondamente en la Iglesia a lo largo de los siglos ("danos siempre de ese pan"). Si el alimento material que tomamos se transforma en nosotros, con la Eucaristía, dice san León Magno, somos nosotros quienes nos transformamos en lo que recibimos. La eucaristía tiene una dimensión docente, (nos hace sabios expertos -experimentados- en Dios), una dimensión festiva (hace gozosa nuestra vida: "Gustad y ved que bueno es el Señor") y una dimensión existencial y social-comunitaria (nos induce a encarnar la justicia y la caridad en el mundo: "El que me come vivirá por mí". "El que come de este pan vivirá para siempre",)
Estamos cada vez más sensibilizados acerca de los alimentos que consumimos. “Somos lo que comemos”, solemos decir. Algo así ocurre también en el plano espiritual. Dice san León Magno acerca de la comida eucarística: “La participación del cuerpo y sangre de Cristo hace que pasemos a ser aquello que recibimos”. Observa que no dice que lo que comemos se transforme en lo que somos, como ocurre con el alimento ordinario, sino que el Pan Eucarístico que comemos nos transforma, nos hace pasar a ser aquello mismo que comemos. Comulgar nos hace ser como Cristo, semejantes y cercanos a Dios; y no comer el Pan de la Vida nos aleja de Dios y nos lleva a la orfandad. la ausencia y el anhelo del Padre: "¡Cuántos jornaleros de mi Padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre" (Lc 15,17).
Comer la carne y beber la sangre. ¿Estamos hablando de canibalismo y vampirismo? No. Hablamos de amor. Si el discurso del pan de vida lo leemos intercambiando las palabras “carne” y “sangre” por las de “amor de Dios manifestado en Cristo Jesús” los elementos eucarísticos adquieren un sentido pleno. Si comemos el “amor de Dios”, si nos llenamos de él, viviremos con Él, por Él y en Él (cf Jn 6,57). Nos transformamos en lo que comemos, en portadores de vida eterna. La comunión eucarística nos nutre del amor de Dios, de su vida inmortal; y cuando se tiene el amor de Dios ¿qué más se necesita?
Aprender, celebrar y vivir.
La Eucaristía transforma nuestra fe (sabiduría), nuestra esperanza (nos afirma en la experiencia de Dios) y nuestro amor (obramos no según nuestros criterios sino según los de Dios). La vida eucarística nos afecta en una triple dimensión:
1.- Una dimensión docente: Por la participación en Cristo, por la comunión con Dios, nos viene la sabiduría y la vida. Frente a la superficialidad de los que “se emborrachan con vino y se dan al libertinaje” (Ef 5,18), está la profundidad de los que beben la copa de la sabiduría que es Cristo. La participación en el banquete de la Eucaristía, donde se parte también el pan de la Palabra, alimenta nuestra mente y por ella nuestro corazón, y nos hace sensatos y equilibrados. Unidos en comunión con Cristo nos hacemos expertos (experimentados) y seguidores del "camino de la inteligencia" (Prov 9,6)
Para llegar a esta sabiduría de vida no basta la participación rutinaria y ritual en la misa, porque un sacramento no es un acto mágico sino un encuentro entre dos: Dios y el hombre: “el que come mi carne y bebe mi sangre, habita en mí y yo en él” (Jn 6,57). La Palabra hecha carne, proclamada en la liturgia y eficaz en el sacramento da sabiduría y prudencia para sopesar las cosas del mundo.
2.- También tiene la eucaristía una dimensión celebrativa (experiencial): “Venid a comer el pan y beber el vino ... dejad la inexperiencia y viviréis”. (Prov 9,5-6). “¡Gustad y ved que bueno es el Señor!” (Sal 34,9). La experiencia es la madre de la sabiduría.
"Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo", dice Jesús. En la última cena identifica con su propio ser el pan y el vino que comparte. Este misterio de Dios presente en el pan y el vino quiso explicarlo la Iglesia con un concepto filosófico: transubstanciación. Esta palabra quiere decir que en el momento de la consagración el pan deja de ser pan y pasa a ser cuerpo de Cristo, y el vino deja de ser vino para ser la sangre de Cristo. No se trata de una simple transformación (“cambiar de forma”, como cuando alguien cambia su imagen y decimos ¡qué transformado estás! pero en el fondo sigue siendo la misma persona, con su misma inteligencia, su misma personalidad; en “esencia”, decimos, es la misma persona); con la palabra transubstanciación ocurre todo lo contrario: cambia la sustancia (la esencia), pero no las apariencias (forma, sabor, color, peso); se ha realizado la promesa de Jesús. “El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo” (Jn 6,51).
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