EVANGELIO Jn 6,41-51
En aquel tiempo, los judíos criticaban a Jesús porque había dicho: «Yo soy el pan bajado del cielo», y decían: «¿No es éste Jesús, el hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo dice ahora que ha bajado del cielo?»
Jesús tomó la palabra y les dijo: «No critiquéis. Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre que me ha enviado. Y yo lo resucitaré el último día. Está escrito en los profetas: «Serán todos discípulos de Dios.» Todo el que escucha lo que dice el Padre y aprende viene a mí. No es que nadie haya visto al Padre, a no ser el que procede de Dios: ése ha visto al Padre. Os lo aseguro: el que cree tiene vida eterna. Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron: éste es el pan que baja del cielo, para que el hombre coma de él y no muera. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo.»
Palabra del Señor.
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El discurso del pan de vida, con su elevado estilo simbólico y místico parece resistirse a una comprensión fácil. Acostumbrados a extraer de los textos conclusiones morales prácticas nos parecen irrelevantes las palabras simplemente indicativas o exclamativas. La identificación de Jesús con el pan, su disposición para ofrecerse como alimento, es decir, su encarnación llevada al límite de la entrega total, escandaliza a sus paisanos. Jesús, sin embargo, desea ser aceptado y seguido en su humillación, y su cuerpo crucificado atrae todo y a todos hacia el Padre. En la Eucaristía Jesús se hace fortaleza y energía invitando a superar el desaliento. La experiencia de Elías (primera lectura) contiene un mensaje claro para los abatidos: ¡Come y levántate!.

He de confesar que cuando me veo en la necesidad de comentar textos como el discurso del pan de vida (Jn 6) me siento un tanto azorado; y sospecho que tal cosa les suele ocurrir a quienes, debido a la educación moralista recibida, tendemos como por inercia a extraer pistas de comportamiento de los pasajes evangélicos, considerando su mayor o menor valor sólo a partir de su funcionalidad moral. Es como si sólo nos interesase extraer pautas sobre qué quiere Dios que hagamos para ganar la vida eterna, minimizando lo que en estos textos se puede aprender sobre Dios y la condición humana.
El pasaje evangélico de hoy parece ser de esos que se prestan menos al consejo moralizante y más a la contemplación espiritual. De fondo está la discusión acerca de si Jesús es Dios o no lo es. Lo que el evangelista pretende es adentrarnos en el misterio de la persona de Jesús, incidir en la importancia de la fe en la Encarnación como condición indispensable para comprender el cristianismo e iniciarse en el seguimiento de Jesús.
A Jesús los judíos le critican porque lo consideran como un maestro o profeta entre muchos, pero no llegan a aceptar el misterio de su divinidad. Sólo conocen de él su origen terreno: “¿No es este Jesús, el hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo dice ahora que ha bajado del cielo?” (Jn 6,42).
La pretensión inaudita de Jesús, su insistencia en igualarse a Dios, les resulta escandalosa a los judíos; están dispuestos a transigir con un Jesús profeta de la misericordia pero se muestran reacios y hostiles a postrarse ante Él. Y mucho menos ante su presencia misteriosa en el Pan Eucarístico. Dios no puede caer tan bajo, piensan.
¿Es de cuerdos arrodillarse ante el Sacramento Eucarístico? ¿Está Dios en el pan y el vino? ¡Escándalo también para el hombre contemporáneo! Es una suerte haber sido elegido por Dios para ser introducidos en este misterio del Dios humanado: “Nadie puede venir a mi, si no lo trae el Padre que me ha enviado” (Jn 6,44). Ninguno de nosotros celebraría la Eucaristía si Dios no nos llevara a ella; tampoco creeríamos en la divinidad de Jesús, ni en su presencia en el Sacramento, si él mismo no se nos hubiera revelado, porque “nadie conoce bien al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce bien nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar”. (Mt,11,27; cf Mt 16,17).
¡Levántate, come! (1 Re 19,5)
Tres son los alimentos de los que habla san Juan en su evangelio: la voluntad del Padre (“Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra” Jn 4,34), la Palabra de Dios ("Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él". Jn 14,23) y la Eucaristía (“Mi carne es verdadera comida” Jn 6,55). Tres realidades tan íntimamente unidas entre sí que no pueden separarse y que cada domingo se actualizan para nosotros en la misa. Se trata de alimentar nuestra vida de fe.
Todos sabemos que una buena teoría sin práctica es fariseísmo, pero también es verdad que una práctica sin buena teoría que la discierna y alimente puede ser nefasta. Decía Sócrates que “una vida sin examen no tiene objeto vivirla”; también una vida cristiana sin inteligencia a la luz de la Palabra y sin el merecido disfrute de la celebración eucarística y los demás sacramentos carece de sentido y está abocada al fracaso.
El creyente necesita alimentar constantemente su espíritu y su inteligencia espiritual. Sin ese ejercicio de manducación (rumia de la Palabra) se le hace imposible el camino y tiende a caer en el desánimo y la desesperación.
Ésa fue la situación a la que llegó Elías en el desierto cuando huía de la reina Jezabel; llegado un punto su interioridad pierde fuerza y confiesa su abatimiento: “Basta ya, Señor, quítame la vida” (1 Re 19,4). Pero aunque el sentimiento de abandono de Dios abata a la persona, la revelación deja entender que Dios no la abandona nunca. Podemos verlo en cómo restaura las fuerzas de Elías ofreciéndole pan y diciéndole: "Levántate, come, que el camino es superior a tus fuerzas" (1 Re 19,5).
Son numerosos los textos evangélicos que contienen una invitación a mantenerse en pie. ¡Levántate! Así invitaba Jesús al paralítico que le llevan para ser curado (Lc 5,24), al hombre que tenía la mano seca (Lc 6,8), al ciego Bartimeo (Mc 10,49), al difunto hijo de una viuda (Lc 7,12), al leproso agradecido de su curación (Lc 17,19) o a la fallecida hija de Jairo (Mc 5,41). ¡Levántate! Así nos invita el Señor cuando en la Eucaristía se ofrece a sí mismo como alimento: ¡Levántate!, ten ánimo.
Hay en Jesús de Nazaret una personalidad excepcional que va más allá de las palabras, un poder que trasciende lo humano, una fuerza que no es de los hombres sino de Dios. “Se levantó Elías, comió y bebió, y con la fuerza de aquel alimento caminó cuarenta días y cuarenta noches, hasta el Horeb, el monte de Dios” (1 Re 19,8).
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Hoy puedes aprovechar tu oración para afianzar la fe en Jesucristo, "pan vivo que ha bajado del cielo". Para ello relee el texto evangélico subrayando alguna de sus frases, poniendo luego tu mirada en cada subrayado y repitiendo interiormente las palabras elegidas: “Yo soy el pan bajado del cielo” … “Nadie pude venir a mi si no lo trae el Padre que me ha enviado” … “Yo lo resucitaré en el último día” … “El que cree tiene vida eterna” … “Yo soy el pan de la vida” … “El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo” (Jn 6, 41.44.47.48.51).
Feliz domingo.
Agosto 2024
Casto Acedo.
Muchas gracias por tus palabras, me ayudan mucho a vivir la fe mucho mas centrada. Gracias
ResponderEliminarMe aalegro, Mayte.
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