TEXTOS
“El desierto y el yermo se regocijarán, se alegrarán el páramo y la estepa, florecerá como flor de narciso, se alegrará con gozo y alegría. Tiene la gloria del Líbano, la belleza del Carmelo y del Sarión. Ellos verán la gloria del Señor, la belleza de nuestro Dios” (Is 35,1-2).
“Juan, que había oído en la cárcel las obras del Mesías, le mandó a preguntar por medio de sus discípulos: «¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?» Jesús les respondió: «Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven, y los inválidos andan; los leprosos quedan limpios, y los sordos oyen; los muertos resucitan, y a los pobres se les anuncia el Evangelio. ¡Y dichoso el que no se escandalice de mí!” (Mt 11,2-5)
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«Mirad a los cristianos. Siguen a un resucitado, pero sus caras son de muertos. ¿Cómo voy a creer a estos cristianos que, siguiendo a un salvador, no tienen cara de redimidos?». Lo dijo hace más de un siglo F. Nietzsche, nihilista y ateo confeso. Ha pasado mucho tiempo y hace unos años esa misma idea la volvimos a ver promovida por grupos afines al nuevo ateísmo de Oxford, que hicieron campaña anti-religiosa con un eslogan que pasearon en autobuses urbanos de varias ciudades europeas: «Probablemente Dios no existe. No te preocupes. Disfruta de la vida».
Estas afirmaciones esconden una concepción de Dios y de la fe como algo oscuro y triste. No son pocos los que consideran la religión como un código de prohibiciones que limitan la felicidad del adepto. Pero ¿responde esa apreciación a la realidad del cristianismo de hoy? Muchas veces hemos escuchado aquello de que "un cristiano triste es un triste cristiano", una frase que expone el problema y nos obliga a pensar cómo vivimos cada uno nuestra fe personal y comunitaria. Y no solo pensarlo de cara a la galería sino también de cara a uno mismo. ¿Merece la pena engañarnos poniendo cara sonriente si de veras la felicidad no riega nuestras entrañas?
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El domingo tercero de Adviento es conocido como el domingo gaudete o de la alegría: “El desierto y el yermo se regocijarán, se alegrará la estepa, ... festejará con gozo y cantos de júbilo" proclama Isaías (35,1-2); en el evangelio el Bautista señala motivos para alegría: "Id y anunciad lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven y los cojos andan; lo s leprosos quedan limpios y los sordos oyen; os muertos resucitan y a los pobres ese le anuncia la buena noticia". Estos textos de la liturgia de este domingo ponen de manifiesto que lo propio de quien cree en el Dios de Jesucristo es el gozo, la felicidad, la luz. Sin embargo ¿por qué a veces damos la impresión de tristeza y abatimiento?
Tal vez el problema de la imagen gris que transmitimos tenga so origen en la educación religiosa recibida, más centrada en el cómo (moralidad, ascética) que en el qué (teología mística, experiencia viva de Dios) de la fe; falta vivencia interior, y como no se puede dar lo que no se tiene, no hay manera de plasmar en nuestros rostros la alegría de la Pascua.
¿No resulta absurdo hablar de “obligación de ir a misa” cuando nos referimos a la participación en el gozo de la Eucaristía dominical? ¿Tendría sentido una ley que obligara a una madre a amar a su hijo? La religión, y dentro de ella sacramentos de gozo como son la Eucaristía y la Reconciliación, más que una ayuda para encarar la vida con alegría es entendida por muchos como una ingrata sobrecarga añadida a sus múltiples esfuerzos por ser buenos cristianos. Por eso la impresión que damos es la de personas más encadenadas a Dios que liberadas por Él. ¿Tendrá razón Nietzsche?
Hemos de dar un paso para adentrarnos en el misterio de la alegría como experiencia profunda. Normalmente buscamos la felicidad y con ella la alegría en cosas exteriores, en un cambio del entorno. Tendemos a confundir la alegría con el placer efímero, aunque este sea espiritual. O la confundimos con el éxito personal o eclesial: ¿Seríamos más felices si la Iglesia creciera en devotos?, ¿basta que se cumplan mis deseos para ser feliz?, ¿consiste el gozo profundo en cumplir los mandamientos?, el joven del evangelio decía cumplirlos pero seguía insatisfecho: "Todo eso lo he cumplido. ¿Qué me falta?" (Mt 18,20).
¿Dónde se encuentra la verdadera alegría? Hay una florecilla de san Francisco que me impresionó desde el momento en que tuve noticia de ella y gusto de referirla una y otra vez. El relato descoloca la lógica mundana de nuestros pensamientos, pero nos ayuda a entender de dónde nace y dónde se encuentra la verdadera alegría.
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El bienaventurado Francisco, en Santa María de la Porciúncula, llamó a fray León, que acudió a su lado y se dispuso a escuchar y escribir:
-Héme aquí preparado.
-Escribe –dijo Francisco– ¿cuál es la verdadera alegría?.
Imagina que viene un mensajero y dice que todos los maestros de la universidad de París han ingresado en la Orden. Escribe: No es la verdadera alegría.
Y que también, todos los prelados ultramontanos, arzobispos y obispos; y que también, el rey de Francia y el rey de Inglaterra entran a formar parte de nuestra hermandad. Escribe: No es la verdadera alegría.
Imagina también que mis frailes se fueron a los infieles y los convirtieron a todos a la fe; o que tengo tanta gracia de Dios que sano a los enfermos y hago muchos milagros: Te digo que en todas estas cosas no está la verdadera alegría.
Pero, entonces, ¿cuál es la verdadera alegría? -repuso el hermano León-.
Piensa, hermano, que volvemos de Perusa y en mitad de una noche oscura llegamos aquí, a nuestra casa. Es tiempo de invierno, de lodos y de frío, hasta el punto de que se forman canelones de agua congelada en las extremidades de la túnica que hieren continuamente las piernas, y mana sangre de tales heridas.
Envueltos en lodo, frío y hielo, llegamos a la puerta, y, después de haber golpeado y llamado por largo tiempo, molesto por lo intempestivo de la hora, acude el hermano portero y pregunta: -¿Quién es? Yo respondo: -El hermano Francisco y el hermano León. Y él dice: Fuera; no os conozco, melindres, no es una hora decente para andar mendigando por los caminos; no entraréis. E insistiendo yo de nuevo, me responde otra vez: no os conozco, no os puedo abrir a esta hora.
Y yo de nuevo de pie en la puerta le digo: Por amor de Dios, abridnos. Y él responde: No lo haré. Iros al lugar de los Crucíferos y pedid allí.
Sigo insistiendo, y el hermano portero, perdida la paciencia, con un palo nudoso en sus manos, sale afuera y nos apalea a los dos dejándonos ensangrentados, bañados en lodo y ateridos de frío en la oscuridad de la noche.
Si en esas circunstancias, hermano, hemos tenido paciencia y no nos hemos alterado ni siquiera un ápice, y no hemos proferido palabra de reproche o deseado mal alguno al hermano portero, ahí está la verdadera alegría y la verdadera virtud y la verdadera caridad.
Escribe, hermano León.
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En esta lección franciscana, difícil de entender desde una visión superficial de la realidad, queda claro que la verdadera alegría no es cosa que nos pueda llegar desde fuera, sino algo que nace dentro. Hay cierto gozo en que ocurran cosas buenas, como sería el hecho de que la orden franciscana tenga éxito o que todos los infieles se conviertan; o que yo llegue a ser un cristiano cumplidor y a través mío se acerquen muchos a Dios; pero esos toques de gozo externo carecen de la firmeza propia de la perfecta alegría. ¿Qué ocurre si cambian las condiciones externas y no hay ni conversión de infieles, ni éxito de la orden franciscana, y aunque lo intento nadie se acerca a Dios por mi palabra? Si la felicidad es causada desde el exterior la alegría mostraría su imperfección.
La explicación de san Francisco va más a la raíz. La perfecta alegría no se escandaliza por las dificultades, los rechazos, las tribulaciones, porque su fuente no está en nuestros deseos sino en la adhesión a la cruz de Cristo, en la búsqueda y aceptación de la voluntad de Dios. "Considerad como perfecta alegría, hermanos -dice la carta de Santiago- el estar rodeados de pruebas de todo género. Tener en cuenta que al pasar por el crisol de la prueba vuestra fe produce paciencia, y la paciencia completará la obra de Dios, de manera que seáis perfectos y cabales, sin deficiencia alguna" (Sant 1,2-4).
La felicidad y alegría dependen mucho de lo que se espera. Cuando mis esperanzas se confunden con mis deseos difícilmente seré feliz; todas las circunstancias exteriores a mi persona tendrían que coincidir con mis esperanzas. Pero si abandono "mis esperanzas" y pongo la esperanza sólo en Dios, (¡esto es esperar en Adviento!) es posible que pueda estar alegre, porque sólo con Dios tengo garantías de estabilidad en medio de las pruebas de la vida.
Referida esta florecilla franciscana no podemos dejar de mencionar el evangelio de las bienaventuranzas, que culmina con una afirmación aparentemente contradictoria: "Dichosos seréis cuando os injurien y os persigan, y digan contra vosotros toda clase de calumnias por causa mía. Alegraos y regocijaos" (Mt 5,11-12). Ésta, como las demás bienaventuranzas, canta la perfecta alegría evangélica.
¿Cómo se puede estar alegre y feliz al tiempo que se sufren persecuciones y calumnias? Es la paradoja de la cruz; nunca se entenderá. Vivir esto es un don de Dios. Quien recibe esta gracia permanece firme en las tribulaciones, su firmeza no la puede derribar ni entristecer ninguna tragedia humana, por dolorosa que sea. Quien vive en la perfecta alegría no está libre del dolor, pero el sufrimiento que pueda conllevar es absorbido por la serena alegría interior.
"Si en esas circunstancias, hermano León, hemos tenido paciencia y no nos hemos alterado ni siquiera un ápice, y no hemos proferido palabra de reproche o deseado mal alguno al hermano portero, ahí está la verdadera alegría y la verdadera virtud y la verdadera caridad". La alegría verdadera está arraigada en el corazón y es el fruto del abajamiento a una humildad extrema capaz de perdonar al hermano portero que te apalea en su ignorancia, y capaz incluso de ver en ese suceso un motivo para dar gracias a Dios, que da en estas cosas la oportunidad para crecer en paciencia, bondad y misericordia.
Recuerda a Jesús en Belén. No parece haber muchos motivos de alegría en las circunstancias de su nacimiento: lejos de casa, sin posada, alojado en un establo y colocado en un pesebre. Pero muchos se alegraron de su nacimiento; entre ellos José y María, sus padres; y también los pastores; gente humilde. Está claro que su alegría no la motivaron brillos exteriores sino la contemplación del misterio de la presencia y cercanía de Dios, que es la fuente de la alegría capaz de superar todas las dificultades que puedan salirle al paso.
La consciencia del amor de Dios, no de nuestro amor a Él sino de su amor por nosotros, es la clave de la alegría cristiana. Convéncete: Dios te ama. Si crees esto de veras ¿no brotará en ti la alegría? Y si Dios te ama, si Dios es amor, ¿no estará la verdadera alegría en amar? Así es, hay más dicha en dar amor que en recibirlo. Quién mira más por el prójimo que por sí mismo ha encontrado la felicidad. Imagina a san Francisco perdonando la ignorancia del fraile que le apalea, y hallando en ello motivo de alegría; no porque fuera masoquista y disfrutara sufriendo, sino por experimentar en la propia carne que amar es siempre más gratificante que odiar. Si es así, ¿por qué no lo pruebas estos días?
La alegría del Adviento está ligada a la esperanza en Dios a pesar de las contrariedades. No nos alegran los días nuestros caprichos navideños sino el amor de Dios que en un arrebato de amor se ha encaprichado con nosotros.
Feliz domingo de la alegría.
Diciembre 2022
Casto Acedo
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