EVANGELIO Juan 12,20-33.
En aquel tiempo, entre los que habían venido a celebrar la fiesta había algunos griegos; éstos, acercándose a Felipe, el de Betsaida de Galilea, le rogaban: «Señor, quisiéramos ver a Jesús.»
Felipe fue a decírselo a Andrés; y Andrés y Felipe fueron a decírselo a Jesús.
Jesús les contestó: «Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre. Os aseguro que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto. El que se ama a sí mismo se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este. mundo se guardará para la vida eterna. El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre lo premiará. Ahora mi alma está agitada, y ¿qué diré?: Padre, líbrame de esta hora. Pero si por esto he venido, para esta hora. Padre, glorifica tu nombre.»
Entonces vino una voz del cielo: «Lo he glorificado y volveré a glorificarlo.»
La gente que estaba allí y lo oyó decía que había sido un trueno; otros decían que le había hablado un ángel.
Jesús tomó la palabra y dijo: «Esta voz no ha venido por mí, sino por vosotros. Ahora va a ser juzgado el mundo; ahora el Príncipe de este mundo va a ser echado fuera. Y cuando yo sea elevado sobre la tierra atraeré a todos hacia mí.»
Esto lo decía dando a entender la muerte de que iba a morir.
Palabra del Señor
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Estamos en vísperas de Semana Santa. El próximo domingo es Domingo de Ramos, y el fin de semana siguiente celebramos el Triduo Pascual, donde se cumplen la palabra de Jesús que anuncia que “si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere da mucho fruto” (Jn 12,24). En la misma línea la liturgia del Viernes Santo cantará: ¡Oh cruz fiel, árbol único en nobleza! / Jamás el bosque dio mejor tributo / en hoja, en flor y en fruto”. Se acerca, pues, la Pascua, la fiesta “florida” y “fructífera".
El Evangelio de san Juan, después de narrar el primer signo milagro de Jesús (Bodas de Caná, Jn 2,1-12), narra el episodio del templo (Jn 2,13-22), que se proclamó hace dos semanas, y que será la causa principal de los problemas que Jesús tendrá con los poderes de este mundo. Siguiendo el cuarto evangelio podemos observar cómo el conflicto entre los saduceos y Jesús irá in crescendo hasta culminar en “la hora”, es decir en el momento de la cruz, punto álgido del choque entre la luz y las tinieblas.
“Ha llegado la hora” (Jn 12,22)
“La hora” es una expresión frecuente en el cuarto evangelio:
-“Todavía no ha llegado mi hora” (2,4), dice Jesús a su Madre en las bodas de Caná.
-“Llega la hora –ya estamos en ella, en que los adoradores verdaderos serán adoradores en espíritu y en verdad” (4,23), le dice Jesús a la mujer samaritana.
-“Querían detenerle, pero ninguno le echó mano, porque todavía no había llegado su hora” (7,30; cf 8,20).
-“Ha llegado la hora de que sea glorificado el hijo del hombre”,… “Padre, líbrame de esta hora. Pero si por esto he venido, para esta hora. Padre, glorifica tu nombre”, (12,27-28).
-"Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (13,1).
-“La mujer, cuando va a dar a luz está triste, porque ha llegado su hora” (16,21).
-“Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti. Y que según el poder que le has dado sobre toda carne, dé también vida eterna a todos los que tú le has dado” (17,1).
La hora es el momento cumbre del “conflicto”, el instante en que el amor gratuito de Dios choca frontalmente con las dinámicas sociales, políticas y religiosas ajenas al Reino. Es el kairós, el instante en que los planes de Dios desenmascaran la mentira de los hombres; el instante fatal en que el amor de Dios libra el combate último con el mal que oprime a la humanidad. Es "la hora" en que convergen todas las luchas, la hora punta de una batalla que Jesús no quiso, pero que hubo de aceptar como destino inevitable a causa de la cerrazón de la humanidad. "Vino a los suyos y los suyos no le recibieron" (Jn 1,11).

Podemos decir que "la hora" no es algo buscado sino algo que sobreviene, como un instante que se pone a prueba la fidelidad del Hijo. Si la referimos a la cruz, es evidente que no fue voluntariamente escogida por Jesús, sino el resultado previsible de una opción de vida concreta. “Nadie me quita la vida. La doy yo voluntariamente” (Jn 10,18). Esta frase no indica que Jesús caminara gozoso deseando y buscando el sufrimiento y la muerte; Él no quiso ni deseó el trance del Calvario. “Padre, si quieres, aparta de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lc 22,42).
Pero realidades indeseables se cruzan en su camino. ¿La causa? La coherencia de vida de Jesús que hacen de Él un peligro para los poderes del mundo, y estos reaccionan violentamente contra Él. Se produce una guerra no querida por Dios sino buscada por quienes al mirarse en Jesús ven al descubierto su pecado y nos e soportan a así mismos. Jesús de Nazaret, sumo bien, es insoportable para los malos, que reaccionan contra Él viéndose obligado a entrar en guerra con ellos. El resultado es la victoria del bien. La secuencia del domingo de resurrección lo definirá poéticamente:
“Lucharon vida y muerte
en singular batalla,
y, muerto el que es la Vida,
triunfante se levanta.”
Abrazar "la hora"
Nosotros solemos referir "la hora” al momento de la muerte (“le ha llegado su hora”, decimos de quien ha muerto). Y en parte es así; aunque reducir el significado de "la hora" a ese momento de la muerte física es empequeñecer su sentido, que no se refiere sólo a la muerte como final, sino también a la muerte de cada día (mortificación) y su consecuente resurrección: “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto. El que se ama a sí mismo se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna” (12,24-25).
En la vida de toda persona hay una “hora”, unos momentos en los que chocan los deseos mundanos que aprisionan al alma (riqueza, poder, honores...) con los deseos de libertad que vienen de Dios (pobreza, humildad, honestidad...); entonces entran en conflicto la mentira y la verdad, la luz y las tinieblas, el pecado y la santidad. Es “la hora”, es hora de morir, de soltar amarras, y hora de resucitar, de volar en libertad.
Desde el principio de su llamada Jesús invita a la muerte del ego, a dejar todo por el Reino. Pedro, Santiago y Juan dejaron las redes, pues eran pecadores (Mt 4,20), habían dejado también "tierra, casa, padre, hermanos y hermanas" para conseguir el premio del ciento por uno (Mt 19,29).
Pasar de la mediocridad de una vida de esclavo y adentrarse en la vida espiritual con Jesús exige venderlo todo (Cf Mt 13,44), ir soltando todo lo que no es Dios para darle todo el espacio a Él, morir a todo aquello a lo que estoy apegado para apegarme, valga la paradoja, a Jesucristo, el Único que garantiza mi libertad, porque para liberarme de mis esclavitudes, para ganar la libertad para mí, murió y resucitó Cristo (cf Gal 5,1).
Cuando Jesús aconsejó al joven rico que lo vendiera todo y lo diera a los pobres (Mt 19,219, le estaba invitando a abrazar "la hora", la oportunidad de morir a lo viejo para resucitar a lo nuevo. No se puede nadar y guardar la ropa, andar según el Espíritu no es compatible con una vida mundana. O conmigo o contra mi, dice Jesús (Lc 11,23). En el tramo final de la Cuaresma la liturgia nos obliga a decidir.
Ha llegado la hora. Es hora de soltar mi ego; hora de desprenderme de la frágil seguridad que me dan las posesiones materiales; hora de morir a ideas fijas y a creencias vacías, hora de romper la imagen de buena persona que me impide ser en verdad mejor; es hora de soltar lo que te impide amar, sonreír, volar, ser libre, vivir el cielo ya en la tierra; es hora de dar paso a la fe, el momento Getsemaní, hora de morir con Cristo para resucitar con Él;
Todo el peso de "la hora" se condensa en el misterio de la cruz. Ella es el estandarte de la victoria sobre la maldad. Victoria que no es la de la humillación del verdugo sino la del perdón y la misericordia, la del amor de Dios que, de modo admirable, no responde al odio con más odio. Si la cruz hubiera degenerado en venganza, como el mismo mal desea, el amor habría sido derrotado. Pero no, la cruz de Jesús engrandece el amor de Dios, lo glorifica, porque en ella no se revela Dios como rey vengativo sino como Padre misericordioso, no se manifiesta como enemigo sino como aliado: “Llegan días en que haré una alianza nueva: meteré mi ley en su pecho, la escribiré en sus corazones; yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo. Todos me conocerán cuando perdone sus crímenes y no recuerde sus pecados” (cf Jr 31-34). Esta promesa se cumple en la cruz. La sangre de la cruz estampa la firma de Dios en el pacto de la Alianza esperando también tu firma.
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A unos pasos de la Semana Santa has de saber que se acerca la hora de la victoria. Basta entrar en batalla con Jesús. Con Él puedes vencer tus incoherencias (pecados); es más, Cristo ya las ha vencido por ti. Créelo, ten fe en que Jesús ya lo ha conseguido para ti lo que tú mismo has procurado tantas veces sin éxito.
En tu nombre Jesús ya ha glorificado el nombre de Dios, ha limpiado con su perdón tus blasfemias, ¿crees esto? Si lo crees formas ya parte del grupo de los que ya saben que el amor y la vida son más fuertes que el odio y que la muerte. La fuerza de Dios está contigo. Glorifica al Padre con la misma gloria con que el Hijo lo glorificó, con la coherencia de una vida dispuesta al testimonio (martirio, sacrificio, cruz).
Marzo 2021
C. A